l otro día, en Tarragona, visité el camping de aquellos largos veranos de mi infancia, hace ya cuatro décadas, cuando todo estaba por descubrir. Cada vez soy menos amigo de la nostalgia porque te aleja del aquí y ahora, que a fin de cuentas es lo único que importa. Así que el recorrido por las parcelas de aquel terreno de naranjos, olivos y limoneros se convirtió en una concesión temporal a esa necesidad que acomete de vez en cuando de visitar el pasado. En la recepción había un gentío de turistas, y nos colamos sin decir ni mu, aun a riesgo de que nos echara el guante el vigilante. Nadie lo hizo, y entonces sí, recorrimos el mismo lugar que no había vuelto a pisar desde que tenía siete años. Había por ello una mezcla de expectación y curiosidad, porque al visitar un lugar entronizado de la infancia, inquieta que lo que vayan a ver tus ojos décadas después no se corresponda con las expectativas creadas. Era un espacio en el que físicamente no había vuelto a estar, pero que emocionalmente he frecuentado. Porque el recuerdo es una sucesión de imágenes y vivencias y, curiosamente, apenas recordaba nada de aquel camping, salvo la piscina. La recordaba a rebosar de gente, y la descubrí sin agua, cubierta por la hojarasca de una Semana Santa titubeante. Fue entonces cuando le dije basta a la nostalgia.