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Xabier Arzalluz, enfermizamente vasco

El por tantos motivos añorado Javier Ortiz publicó a fínales de 2005 lo que llamó memorias orales de Xabier Arzalluz bajo el título de Así fue, no sin resistencia del interesado, que pensaba que los libros de memorias solo responden al deseo de quienes los escriben de justificar su biografía. Recoge cien horas de conversación en las que apenas hay referencias a su vida privada: podría considerarse lo más parecido a una biografía consentida. María Antonia Iglesias, otra periodista que también rompió esquemas, le arrancó en 2009 para su voluminoso libro Memoria de Euskadi unas confesiones que completarían el trabajo de Ortiz y ayudarían a conocer mejor al personaje. Junto a estos documentos tácitamente autorizados, han quedado para la historia cientos y miles de reseñas periodísticas, cientos y miles de calificaciones, descalificaciones y tergiversaciones de terceros acerca de un personaje que nunca escurría el bulto, que decía con claridad lo que pensaba. Son innumerables los artículos de opinión, las conferencias, las polémicas y los documentos audiovisuales que su vida pública ha dejado, pero solo al recogido y editado por el Batzoki del Antiguo de Donostia en 2018 se le podría atribuir el carácter de legado, de testimonio último, un trabajo que se preparó como homenaje de correligionarios amigos y que ETB emitió tras su fallecimiento en manera y horario poco adecuados.

Entre las reseñas que he leído a su muerte -algunas claramente prescindibles- me han interesado especialmente y por distintos motivos las de Ramón Zallo, Imanol Murua, Esther Esteban y Carmen Torres y, por supuesto, la de José Ramón Scheifler Amezaga. Otras me han servido para conocer mejor la condición humana y la calidad de algunos de sus autores. También yo accedí a redactar una breve nota de urgencia, con la promesa de tomarme un tiempo y escribir algo más pensado. Si cierto es que las autobiografías se escriben para justificarse y maquillar a posteriori lo vivido y actuado, como decía Arzalluz, cierto es también que frecuentemente quienes glosan la figura de un personaje, casi siempre tras su fallecimiento, terminan hablando sobre todo de ellos mismos y de lo importante de haber compartido vida y circunstancias con la celebridad. Es una tentación un tanto ridícula que trataré de soslayar sin resignarme a callar y silenciar algunas de las vivencias que una larga relación profesional me permitió compartir con un hombre que en la distancia corta ganaba mucho.

Me envió Deia al Congreso del Partido Popular Europeo en Atenas a finales del 92 y viajé en el avión junto a Xabier Arzalluz, acompañado en esta ocasión por su esposa Begoña. Íbamos sobrevolando el Mediterráneo a vista de pájaro y nuestro hombre estaba exultante, explicándome Roma y Grecia con su elocuencia y sus grandes conocimientos. Era la primera y tal vez única ocasión en la que veía a la pareja junta y me ayudó a saber más de ellos cuando Begoña le dijo algo así como “aita, no des la chapa, que este no es hijo tuyo y no tiene por qué aguantarte”. Luego, ya en el Congreso, al que asistía Aznar por primera vez, “aita” discurseó y brilló en alemán ante aquellos santos varones de la Democracia Cristiana, que eran seguramente los que pagaban en esta ocasión todo el montaje, mientras un entonces insignificante Aznar, acompañado de su amigo Juan José Lucas, deambulaba en vaqueros por aquel hotel lleno de personalidades y de guapísimas y carísimas señoritas rusas. ¡Cuánto hubiera disfrutado Gorka Agirre recordando este y otros pasajes compartidos en esas jornadas! De regreso, hubimos de esperar la conexión a Bilbao en la sala VIP de Iberia en Madrid y allí apareció Alfonso Guerra, que había perdido el vuelo a Sevilla. Arzalluz comentó: “Hasta hace poco, el avión le hubiera esperado”.

En Sabin Etxea, algunos zorros plateados y otros sin color declarado, llamaban con cachondeo a Gorka Agirre, Joseba Egibar y Juan Mari Ollora “comando Artapalo”. En sus manos puso Arzalluz allanar el camino para que cuajara lo que se conoció como Pacto de Lizarra-Garazi y solo al presidente del EBB debían información de todos sus pasos. Regresando con todo el equipo de dirección de EiTB de las madalenas de Elantxobe, fue en Bermeo cuando tuve la confirmación del acuerdo con ETA a través de un liberado de la izquierda abertzale, también de celebración. A algunos burukides del partido y a miembros prominentes del Gobierno Vasco la noticia les tomó por sorpresa y a algunos de ellos les produjo además preocupación, como reconoció Ardanza cuando, a la muerte de Javier Atutxa, confesó que era uno de los cuatro que se reunían en tiempos de Lizarra, preocupados y disgustados, para analizar las consecuencias de semejante paso. Eran los otros de la “cuátriple A” -así los definió el ex lehendakari- junto a Iñaki Azkuna y Juan Mari Atutxa. También les tomó por sorpresa a los ex-polimilis encuadrados ya en más de una formación, que nunca imaginaron que el PNV estuviera dispuesto a llegar tan lejos, que nunca imaginaron que los milis fueran capaces de semejante operación. Y especialmente enfadados y preocupados estaban todos los que eran conscientes de lo que significaría para ellos una alianza política del PNV con la izquierda abertzale, que ellos interpretaban y siguen interpretando como algo inaceptable porque, como escribía esta misma semana Joseba Arregi, con ella “los partidos nacionalistas se reservan la capacidad de definir, ellos solos, el futuro político de Euskadi, el país del Estatuto de Gernika, excluyendo a los no nacionalistas”. Nunca vi a Arzalluz tan ilusionado. No le importaba que eso pudiera significar pérdida de poder para su partido. Merecía la pena. ETA no quiso o no supo interpretarlo así. No atendió a las bases abertzales, no hizo caso a llamamientos dramáticos como el de Txillardegi -Lizarra ala hil!-, no escuchó a la diáspora vasca, y Lizarra-Garazi se fue al traste, para alivio de no pocos.

Xabier Arzalluz tenía claro que él no sería un jubilado ilustre que pasearían por mítines, batzokis y comidas para la ocasión, como creyó que se había hecho antes con Leizaola, por ejemplo. Cuando dijo que se iba, se fue, aunque su sucesión no le salió como hubiera deseado. Se dejó ver donde se sentía entre amigos e hizo algunos gestos significativos, como el de visitar a Arnaldo Otegi en la cárcel. Recuerdo haberle dicho a este en una ocasión en que vino a ETBen Iurreta que deberían entenderse con los viejos del PNV, con los que no necesitaban que les explicaran de dónde procedían ellos ni sus errores, porque con los jóvenes todo les resultaría más complicado, porque los nuevos dirigentes verían en ellos sobre todo unos adversarios políticos a los que convenía sacar los colores. No me sorprendió que Otegi visitara la capilla ardiente de Gorka Agirre instalada en Sabin Etxea, no me ha sorprendido que visitara la de Xabier Arzalluz fuera de Sabin Etxea, ni me han sorprendido sus palabras sobre el fallecido. Para Arzalluz, para Retolaza, para Uzturre, por mencionar solo a dirigentes históricos del PNV de los que conservo testimonio directo, a pesar de los todos los pesares, que eran muchos, solo contando con lo que la izquierda abertzale representaba se podía llevar adelante el proyecto nacional al que habían dedicado su vida.

Entre las declaraciones de Arzalluz recogidas en el reportaje homenaje de 2018, hay unas que me han parecido especialmente significativas, las que recoge de Juanito Celaya, “el de las pilas”, para decir que, como él, Arzalluz siempre fue y se sintió enfermizamente vasco.