Tercera planta
Se dirigen a toda velocidad. Son tres, nunca van tres. Entreabren la puerta, se cuelan dentro y la cierran rápido con una mirada furtiva para ver que no veas el interior. El golpe seco de un portazo silencioso. El pasillo infinito de la planta tercera se inunda al paso de una chica y la que parece su madre. Huyen buscando la tecla de retorno que no existe. Retroceder siquiera cinco segundos. No hay forma. Al momento, corren en dirección contraria, como si tuviera ya algún sentido tanta prisa. Y el pasillo crece para todos los demás varios metros, como si fuera imposible acabarlo. Nadando a contracorriente en una silla de ruedas, en un andador, en un brazo ajeno, la meta, que es girar la esquina, se aleja. Del otro lado, solo hay una salida de socorro que no sirve para estos casos. Si abres la puerta sonará la alarma, reza el cartel. Como si no estuviera sonando ya. Buscas refugio en una sala de espera ajena. Tú también intentas ver que no vea nada. Dejas que pase el tiempo y, cuando no quedan excusas para seguir allí, llega el momento de la vuelta. Despacio. Intentando no pisar lágrimas ajenas perdidas en la huida. En el camino, la cama. En el pasillo, la puerta, ahora sí, abierta. Igual que la ventana de esa habitación vacía. Sin gente. Sin cama. Sin aire. Y deseas que no haya notado nada extraño en el paseo.