en 1913, el poeta norteamericano Robert Frost (1874-1963) escribió su libro de poemas La voluntad de un muchacho que fue una arenga en favor de la naturaleza, la vida rural, la independencia del hombre y de las cosas simples. Está considerado el primer gran alegato contra la histórica cadena de montaje, ideada por Ronsom Olds en 1901, y perfeccionada por Henry Ford, en 1910. La producción en cadena fue contemplada como un hito en la industria automovilística, al conseguir multiplicar por diez la fabricación del modelo Ford T en la factoría de Highland Park, en las afueras de Detroit. Robert Frost fue un incomprendido, una de esas figuras anacrónicas que se mantiene estanca, negándose a ser arrastrada por las corrientes de los tiempos. La cadena de montaje especializó el trabajo, estandarizó la producción, y eliminó tiempos muertos, pero sustrajo la iniciativa privada y dio un golpe mortal a la labor de artesanía. El operario se transformó en una tuerca más de una enorme maquinaria, que distorsionó para siempre al hombre y a la propia sociedad. La producción en cadena no se limitó solo a las fábricas, sino que trascendió a la calle, a los colegios, a las universidades, a las empresas, a las familias, a la economía, a la política y a la opinión pública. Charles Chaplin con su película Tiempo modernos (1930), denunció la supeditación de la persona a la máquina y a un proceso que obliga a pensar y actuar según las normas establecidas. En la política europea y en la española en concreto, las cadenas de montaje alimentadas por los medios de comunicación, han impuesto el pensamiento único. Desde hace años, líderes de piñón fijo, han sembrado la crispación, reprobando a quienes no piensan igual y se atreven a expresarlo. Afortunadamente, cada vez se oyen más voces que predican la distensión, cuya dovela central es el diálogo. No es tarea fácil, porque hay todavía muchos profetas de la descalificación, del insulto y de la mordaza como por ejemplo, Albert Rivera empeñado en callar la voz de los nacionalismos.