Episodios de propaganda y disidencia
En su primer discurso oficial ante el Congreso estadounidense, el presidente Donald Trump presentó a la mujer de Ryan Owens, un soldado de la fuerzas especiales muerto en Yemen, como la “viuda de América”. Fue el momento más emotivo y publicitado de un acto solemne que, según la prensa y las imágenes de televisión, concitó un aplauso unánime y una ola de solidaridad nacional. Así, la defensa manu militari de los intereses corporativos estadounidenses, en este caso al servicio de su aliado saudí, una de las teocracias familiares más poderosas del planeta, pudo quedar encubierta mediante la propaganda patriótica.
Unos días antes, un ataque de los Navy Seals a otra aldea yemení causó la muerte a 25 civiles, incluidos nueve niños menores de 13 años. Evidentemente, no hubo ningún recuerdo u homenaje para ellos. Las víctimas colaterales de bombardeos, ataques desde drones o a consecuencia de operaciones militares no son para la prensa occidental y sus gobiernos más que una legión de sombras anónimas. Las denuncias de algunas organizaciones humanitarias que ponen nombre a los muertos o reclaman investigar los hechos apenas suelen tener consecuencias políticas o penales. La impunidad de la violencia occidental, desplegada en nombre de la OTAN y en representación de una mayoría de estados europeos es prácticamente total. Ante la opinión pública, las operaciones militares se presentan como si tuvieran un carácter humanitario o un objetivo de paz. Los frecuentes abusos o errores de esas intervenciones solo ocasionalmente tienen repercusión mediática. El blanqueamiento propagandístico del crudo ejercicio de poder contrasta con la discreción que suele acompañar a la venta de armas. Es el caso de la venta masiva de armamento y de licencias a Arabia Saudí, a quien el Reino Unido y Francia, pero también España, han procurado en un par de años armamento por valor de casi un billón de euros para que lleve adelante su particular guerra de hegemonía en Yemen. La destrucción de hospitales por la aviación saudí y el caos sanitario en el que se encuentra la población yemení asolada por el hambre y el cólera son detalles menores ante la magnitud del negocio que procura una guerra olvidada (sin cobertura mediática).
El régimen chino, principal socio del corporativismo global, no sólo cuenta con un aparato de propaganda gigantesco, además ejerce una censura sistemática sobre las redes sociales y los medios de comunicación independientes y también castiga severamente la disidencia. Para la gran potencia emergente, Liu Xiaobo, promotor de la denominada Carta 08, un manifiesto con propuestas de paulatinas reformas favorables a un estado de derecho que incluyera tribunales independientes, elecciones y el respeto a los derechos humanos, mereció una condena a más de 10 años de prisión. Cuando en octubre de 2010, diez meses después de la sentencia, le fue concedido el Premio Nobel de la Paz, las autoridades chinas prohibieron a su mujer, Liu Xia, viajar a Oslo a recoger el galardón. Prohibición cuyo único precedente databa de 1935, cuando Hitler impidió desplazarse al pacifista y escritor alemán Carl von Ossietsky. Mientras Liu Xiaobo permanecía en prisión, en donde enfermó de cáncer, el otro nobel chino, el Dalai Lama, ha vivido y vive en el exilio tras la ocupación del Tíbet por el ejercito de la República Popular en 1950. Como resulta evidente, los beneficios de localizar la producción en una dictadura de partido único, libre de sindicatos y exenta de las garantías medioambientales y laborales occidentales son argumentos más poderosos que el discurso institucional de los derechos humanos con el que la diplomacia occidental hace propaganda.
En la UE, en lugar de la persecución, el castigo a la heterodoxia suele tener carácter económico y habitualmente acarrea el ninguneo mediático o la marginación académica. Por el contrario, los intelectuales y artistas que convalidan al poder o no resultan molestos a este acaparan ayudas, honores y premios. No está de más advertir que en la última década buena parte de la prensa liberal asociada a la socialdemocracia ha corregido su perfil crítico de la mano de su adquisición por diferentes fondos de inversión (ideológica). Periódicos como Le Monde o Liberation, La Republica, El País o incluso The Guardian se han ido convirtiendo en altavoces de la doctrina neoliberal, un ideario que comparte el resto de la prensa conservadora y casi sin excepción todos los canales de televisión. Asentir con la agresiva política exterior “de defensa” ha sido uno de los objetivos del nuevo paradigma de sociedad adecuada al mercado. Un ejemplo de la bipolaridad moral con que se comporta la civilización occidental (una excelente idea según Gandhi) ha sido la intervención en Libia. La guerra emprendida por Francia y el Reino Unido para desalojar a Gadafi invocando la democracia ha posibilitado, como anteriormente en Irak, un colapso que ha favorecido a diferentes grupos asociados al terrorismo islámico que, como en Mesopotamia, se han hecho con importantes depósitos de armamento. Transformar Libia en un Estado fallido también ha servido para que las mafias del tráfico de personas ampliaran su negocio espectacularmente, dado que ahora casi cerca de un millón de desesperados aguardan en sus costas para cruzar el Mediterráneo. Procurar un gigantesco espacio sin ley no ha impedido que su principal promotor, el entonces presidente francés Sarkozy, volviera a competir por la nominación republicana. Puede decirse que la reprobación por impulsar la guerra, salvo para algunos políticos africanos o serbios, es prácticamente inexistente. De hecho, el Libro Blanco sobre el Futuro de Europa, más conocido como Plan Juncker, presenta un atlas mundial donde clasifica a Francia y al Reino Unido, que llevan años de bombardeo ininterrumpido, entre los países más pacíficos del planeta. Ni tan siquiera el golpe de Estado contra Yanukovich en Ucrania, que contó con la connivencia de la UE, parece haber dejado rastro en la memoria europea, a la que se sigue alimentando con el renovado espectro del imperialismo ruso.
Cuando la cuestión de una Defensa Común vuelve a aparecer en el horizonte político no debiera olvidarse que mientras que el proyecto de integración ya estaba en marcha e iba avanzando, la escalada de la represión francesa en Argelia fue alcanzando cifras espeluznantes (se calcula que más de un millón de argelinos fueron sacrificados para intentar mantener la colonia). Sucesos que apenas inquietaron a las autoridades e instituciones comunitarias que colaboraron para desplegar un manto de silencio en territorio comunitario sobre aquellas barbaridades “a fin de respetar los asuntos internos de uno de sus socios”. Una actitud no muy diferente de la que se mantuvo con el régimen del Apartheid en Sudáfrica. A pesar de los vínculos históricos de Gran Bretaña o de los Países Bajos con su antigua colonia y los afrikáners, tuvo que ser el movimiento de derechos civiles estadounidense quien impulsara el cambio a través del boicot. Medio siglo después, las declaraciones de las instituciones europeas como embajadoras de la justicia en el mundo no casan con su actitud ante la ocupación marroquí del Sahara Occidental, el último expediente europeo de descolonización. La inacción europea en la guerra de Bosnia, simbolizada en la criminal indolencia de los cascos azules holandeses en la matanza de Srebrenica, debieran advertir sobre los riesgos de diseñar un sistema europeo de intervención internacional dominado por la propaganda y la (auto)censura. Mantener la cordura frente al gigantesco ejercicio de manipulación, hipocresía y cinismo que caracteriza al poder es el gran reto de la ciudadanía y de la opinión pública, aquí y en la China popular.