el signo más característico del nuevo milenio es el ascenso global de China. La crisis mundial de 2009 aportó un dato definitivo: mientras el crecimiento de los países más desarrollados (G7) pasaba del 1,8% anual en los ocho primeros años del siglo a apenas un 1,1% entre 2009 y 2016 (en Eurolandia fue respectivamente del 1,8 y del 0,4% en los respectivos periodos; en Estados Unidos del 2,1% y del 1,5%; en Japón del 1,0% y del 0,6%), el de China pasaba del 10,7% al 8,1%. O dicho de otro modo, la crisis, que ha acabado con el crecimiento en los países desarrollados dando lugar a un periodo largo de estancamiento económico, en China se solventa con un ciclo de crecimiento superior al de los mejores años de la década dorada de los 60 en los países centrales.

Las modalidades y perfiles de esta evolución son objeto de un profundo debate en el país. Es cada vez más evidente que si el dinamismo económico mundial bascula hacia Asia y en particular hacia China, tarde o temprano este proceso se tiene que ver acompañado de una transformación del espacio político internacional, con la aparición de nuevas reglas y procedimientos institucionales ajustados a las nuevas características geográficas y estructurales de la acumulación mundial. La incertidumbre en la que está instalada la política internacional responde precisamente al desconocimiento de cuáles puedan ser las nuevas reglas que mejor se adaptarían al nuevo ciclo de acumulación, entre otras cosas porque, más allá de algunas consideraciones superficiales sobre el capitalismo administrado meritocrático asiático frente al capitalismo corporativo plutocrático nordatlántico, todavía no se han definido con precisión los parámetros de este nuevo régimen de acumulación.

Durante la primera fase del proceso de industrialización acelerada orientada al exterior de China, a semejanza de la política aislacionista vigente en Estados Unidos hasta la Segunda Guerra Mundial, las máximas de Deng Xiaoping han orientado la actuación internacional del Gobierno chino: “Observar cuidadosamente; asegurar nuestra posición; afrontar los asuntos con calma; esconder nuestras capacidades y esperar nuestro tiempo; mantener un bajo perfil; no reclamar nunca el liderazgo? Así, por ejemplo, las actuaciones promovidas por Estados Unidos o Francia para debilitar la penetración China en África, como el derrocamiento de Laurent Gbagbo en Costa de Marfil en 2004 o de Gadafi en Libia en 2011, o la desestabilización de los gobiernos latinoamericanos que han formado acuerdos comerciales ambiciosos con el gigante asiático, no han tenido una réplica llamativa por parte de este, quizá como parte de la pervivencia de las orientaciones estratégicas de Deng en materia de política internacional.

Sin embargo, el ascenso de Hu Jintao vino acompañado de un cambio de visión, en particular tras su reelección a la presidencia de la República Popular China en 2008. Según Hu, China debería tratar de conseguir, junto a una mayor competitividad económica, una mayor influencia política en el mundo, mayor afinidad cultural y mayor impacto moral dentro y fuera de las fronteras. A este cambio de orientación no es ajena la crisis de 2009, auténtico parteaguas en el escenario global, con unas implicaciones políticas quizá opacadas por su dimensión de crisis económica. Bajo la actual presidencia de Xi Jinping, esta posición se ve reforzada, quizá con un mayor énfasis en la cohesión social y territorial interna. En todo caso, la presente década no va a finalizar sin que se ponga sobre la mesa del escenario internacional la propuesta china de nuevo orden global.

Un reciente libro del actual embajador de España en Andorra, Manuel Montobbio (Ideas chinas: el ascenso global de China y la teoría de las relaciones internacionales) nos ayuda a entender las diversas opciones que barajan los analistas chinos y, por extensión, el propio establishment político, esto es, el Partido Comunista de China, que se resumen en tres orientaciones generales.

Hay quienes, como Zhao Tingyang, consideran que la globalización ha trastocado las estructuras políticas de tal forma que hoy sería inviable establecer un siglo chino a semejanza y diferencia del siglo XIX británico o del estadounidense siglo XX. Si el orden mundial ha consistido hasta ahora en la universalización de un conjunto de valores particulares que cristalizan en un marco jurídico-político nacional e internacional cada vez más adaptado a los mismos -sean la democracia y la libre empresa británicos, o el comercio y los derechos humanos estadounidenses-, hoy la interconexión cultural mundial es tal que el nuevo régimen internacional solo se puede sustentar en ideas y valores universales. El mundo estaría entrando en un periodo, que Montobbio denomina “post-Westfalia”, en el que el Estado-nación garante de una sociedad internacional en estado de naturaleza se iría disolviendo hacia la conformación de un gobierno mundial y un derecho mundial.

La visión Qin Yaquin, más adaptada a una concepción del capitalismo líquido, flexible y en acelerada transformación, reconoce también la inoperatividad de un nuevo localismo globalizado como propuesta de orden internacional para el siglo XXI. Pero en esta perspectiva, frente al sistema de gobernanza global promovido por las élites institucionales herederas del sistema mundial basado en la dominación estadounidense, como el FMI o la OCDE, lo que se propone es un nuevo sistema centrado en la negociación permanente, en el establecimiento de redes más que de instituciones. Se trataría de sustituir la formalidad institucional del orden norteamericano, que incorpora grandes organizaciones burocráticas -la ONU, la OMC, la OTAN?- reguladas de forma que preserven el predominio estadounidense, por la informalidad relacional que se expresa por ejemplo en el G-20, o anteriormente en las rondas comerciales del GATT, un sistema internacional concebido como un espacio de negociación permanente que permitiría preservar la autonomía de los actores y de los procesos, también en su propia evolución interna, donde un sistema de acuerdos y reglas circunstanciales puedan sustituir un sistema basado en tratados con complejos y lentos procedimientos de modificación.

Finalmente, la visión predominante en Estados Unidos, que concibe a China como una posible alternativa más o menos mimética al orden norteamericano vigente desde la II Guerra Mundial, tiene su reflejo en autores como Yan Xuetong, quien plantea la posibilidad de sustituir el sistema mundial centrado en Estados Unidos por otro centrado en China. Construir una nueva hegemonía mundial y otro orden jerárquico tiene algunos requerimientos para las élites chinas. Conscientes de que la autoridad global deriva del poder material y militar, pero sobre todo del poder moral, los analistas chinos reflexionan en particular sobre cómo lograr establecer una nueva moral global centrada en los valores chinos, que necesariamente tienen que recuperar algunos de los valores del sistema en declive.

Hoy por hoy, la democracia de los derechos humanos y la soberanía del consumidor no cuentan con una interpretación o alternativa china capaz de desencadenar una moral de vocación universal. Y el dominio sobre las industrias culturales que aun mantiene Estados Unidos es otro obstáculo a la posibilidad de difundir y globalizar valores alternativos. No es por casualidad que en los últimos años asistamos a una creciente penetración en el mercado mundial de las producciones cinematográficas financiadas desde China, o que en el mundo académico las publicaciones de dicho país sean las que más rápidamente están escalando puestos en los rankings promovidos por empresas anglosajonas.