A medida que cumples años vas cambiando de amigos. Quedan algunos, otros son solo pinturas rupestres o simples nombres en una vieja agenda. Solo unos pocos son de nueva creación. Los odios, por el contrario, persisten, aguantan mejor los años. No se diluyen y además se vuelven irracionales. Puede ser que la memoria se cuartee y no recuerde ya el motivo de la enemistad. Pero ese sentimiento agrio, punzante, que emana de las vísceras, sigue vivo y reclama venganza. El tiempo no aplaca la ira, en contra de lo que se cree, solo la cubre con una gruesa capa de polvo que la disimula. Hay odios que se disparan un día como un trueno, se desbordan y lo arrollan todo. Son guerras cainitas, que han transformado el amor de hermano, las confidencias de alcoba, en lucha feroz, sin piedad, ni cuartel. Las guerras cainitas tienen tres fases claras y diferenciadas: la complicidad, la calma tensa y las hostilidades. Ahora, en vísperas del 26-J estamos en la etapa intermedia. Una calma chicha que amenaza tormenta y tal vez huracán. El cainismo no es una contienda entre bandos opuestos, entre formaciones rivales, esa es otra guerra. El pleito entre Caín y Abel es una lucha destructiva dentro de la misma bandería, de esas en las que la orden es no hacer prisioneros. Yo detecto sismos subterráneos en las cuatro fuerzas estatales. Si el PP no consigue imponerse, si a pesar de sus burdas maniobras, no accede al gobierno, aunque resulte las fuerza más votada, la cabeza de Rajoy se servirá en bandeja. Hay muchos Herodes Filipo y Herodías, dispuestos a decapitarlo. Desde Aznar o Esperanza Aguirre, hasta el último de los vicesecretarios. A Pedro Sánchez lo veo desde hace meses como un faquir de esos que duermen en cama de clavos. Tiene muchos, pero todavía aparecerán más si fracasa en las urnas. Albert Rivera tampoco se salvará, y hasta puede que Rosa Díez tome cumplida venganza. Pablo Iglesias seguirá vivo, mientras sus enemigos se empeñen en derribarlo con fusilería venezolana en vez de atacar sus auténticas contradicciones.
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