No sé si se han percatado, pero hay términos que están proscritos en el lenguaje político, no se pronuncian jamás en los mítines, ni aparecen en los discursos, ni en los debates televisivos. Son palabras tabú que se ocultan, como si estuvieran apestadas. Como si uno debiera avergonzarse si las profiere en público. No me refiero naturalmente a las clásicas: caca, pis, culo, teta, que los niños, desde tiempos inmemoriales, recitan de carrerilla por miedo a que alguna de ellas se les quede enganchada en la lengua. Hablo de conceptos muy serios, que importan a todo el mundo menos, por lo que parece, a los políticos. Por ejemplo, felicidad. ¿Saben ustedes cuántas veces la han pronunciado los líderes políticos de derechas o de izquierdas durante la pasada campaña electoral del 27-S? ¡Cero patatero! Y lo digo con conocimiento de causa, porque me he repasado una veintena de discursos. He encontrado de manera repetitiva vocablos como Patria, Constitución, derecho a decidir, unidad, solidaridad, votos, urnas, democracia, escaños, plebiscito, etc, etc. Todos muy importantes, tremendamente solemnes, incluso, estoy de acuerdo, imprescindibles, pero ninguna expresión que se refiera a la felicidad. Y les aseguro que la felicidad es básica para todos, hombres, mujeres y niños. Sin felicidad, hay cabreo, amargura y mosqueo. Por eso abunda la política cabreada, donde todo el mundo muerde al vecino. o economías que prefieren el enojo al pacto y religiones que remiten la felicidad a la otra vida. Yo creo que los políticos suprimen de su vocabulario la felicidad porque no la entienden, no saben cómo convertirla en votos. ¿Han leído ustedes alguna vez un eslógan electoral que prometa felicidad? Acaban de darle el Premio Nobel de Literatura a Svetlana Alexiyévich, periodista bielorrusa autora de historias llenas de amargura sobre la URSS, Chérnobil, y Afganistán. En la presentación de su última obra, El fin del hombre rojo, dijo que: “En la URSS nos enseñaban a morir por el país, pero no a ser felices”. Me hace pensar.