Adiferencia de países como China, Japón, Estados Unidos, Suiza, Alemania o Inglaterra en los que la puntualidad es uno de los principales valores ciudadanos, España y Sudamérica son exactamente, salvo honrosas excepciones, el polo opuesto. En septiembre de 2014, la nueva embajadora de Panamá ante la Santa Sede, Miroslava Rosas, se presentó en el Vaticano a la hora exacta marcada por el protocolo. Al verla el papa Francisco dijo sorprendido: “¡Una latinoamericana con puntualidad suiza!”. El catedrático de la Universidad de Panamá, Julio Cesar Moreno Davis, señaló en una conferencia que la impuntualidad es una herencia aciaga debida a los españoles. Es una costumbre muy pegadiza y sobradamente nefasta que viene de arriba hacia abajo. “Los padres no son puntuales, y los hijos crecerán con el hábito de la impuntualidad. En la escuela, el estudiante no ve que sus maestros llegan a la hora y por lo tanto él tampoco llegará”.
En determinadas culturas occidentales, y en numerosas orientales cualquier impuntualidad es una falta de respeto y una descortesía hacia la persona que acude a la cita. Es proverbial en Europa la puntualidad británica, recogiéndose como ejemplo de ese rigor inglés la referencia de William Shakespeare: “Mejor tres horas demasiado pronto, que un minuto demasiado tarde”, al final de la escena segunda del acto segundo de la obra Las alegres comadres de Windsor. La falta de puntualidad en el Estado español es una falta (¿o delito?) de educación muy extendida. Llegar cinco minutos tarde, incluso 20, es normal. Hay personas que esos retrasos o incluso mayores son un signo de distinción. Es una forma de llamar la atención, de hacerse notar, de pulsar el interés que las otras personas depositan en ti. En realidad demuestran una falta absoluta de confianza. Por eso, he leído con placer la noticia de que los autobuses donostiarras han logrado una puntualidad casi británica. Su exactitud horaria en 2014 fue del 97%, algo que honra a Dbus y a toda la ciudad.