Medidas para salir de la crisis
una de las cuestiones más sorprendentes de la crisis actual es la abundancia de recetas de política económica de uno y de otro signo que habitualmente hacemos circular los economistas y que me imagino que la mayoría de los ciudadanos observarán con perplejidad. Básicamente, las posturas se dividen en dos: los que propugnan ajustes y los que por el contrario solicitan medidas expansivas; y todo ello con diferentes variantes. Además, ambas se asocian a ideologías de diferente signo. Y, ciertamente, detrás de las propuestas hay siempre una cierta carga ideológica, pero en ocasiones las medidas tienen que ver con el sentido común.
Comencemos comentando las medidas expansivas. Algunos economistas de renombre las propugnan como única alternativa viable para reducir la tasa de paro desde los niveles que sufrimos en la actualidad. Básicamente, la idea consiste en que el sector público tome las riendas de la demanda agregada de la economía incrementando el gasto público, dada la atonía del sector privado. Ello provocaría un incremento de la demanda, que vendría seguido por el de la producción (PIB) y el empleo. ¿Es esto razonable? Lo es claramente en situaciones en las que la demanda de la economía cae. Pero tiene un precio que debe tenerse en cuenta, como es el hecho de que se hace necesario financiar dicho gasto, para lo cual caben básicamente dos alternativas: la primera consiste en incrementar los impuestos; la segunda, utilizar la deuda pública como instrumento. Y ninguna de las dos es inocua. Un incremento de impuestos podría retraer la demanda privada, llegando incluso a compensar los efectos positivos del impulso del gasto público; y el incremento de la deuda pública supone en realidad trasladar nuestros problemas a la siguiente generación. En la crisis que estamos viviendo, hubo un momento en el que este tipo de política tuvo una justificación plena: en 2008, tras la caída de Lehman Brothers, se anticipaba una caída de la demanda a nivel global y en España se impulsó el famoso Plan E, en la línea precisamente de este tipo de política. No evitó la recesión en 2009 porque el ajuste de la inversión fue fortísimo (con una caída del 18% con respecto a los valores de 2008, que hizo que su peso en el PIB pasara de un 29,1% en 2008 a un 24,7% en 2009); pero en 2010 el PIB casi se mantuvo en los niveles del año anterior. Por su parte, la deuda pública aumentó el 20% desde 2008 hasta 2010, es decir, unos 200.000 millones de euros, si bien no todos ellos atribuibles a dicho plan como explicaremos a continuación. Pero, si era una política correcta, ¿cómo puede explicarse su fracaso?
Posiblemente, una línea de explicación consiste en criticar el propio plan, la forma de implementarlo. Por razones de espacio, nos centraremos ahora en otro elemento relevante: la profundidad de la crisis. Nadie había previsto la magnitud de la burbuja inmobiliaria en España y el agujero que ello iba a suponer en los balances del sistema bancario. Estos hechos supusieron una merma importante de los ingresos públicos y un compromiso de fondos relevante por los planes de ayuda al sector lo que, sumado el efecto de los estabilizadores automáticos asociados a la crisis, terminó por hacer saltar por los aires las cuentas públicas; hasta el punto de que, aún a día de hoy, sigue habiendo un desajuste entre los ingresos y los gastos de las administraciones públicas que supone aproximadamente un 7% del PIB (unos 70.000 millones de euros). Y la deuda pública es aproximadamente igual al PIB (1.000.000 millones de euros, con un crecimiento de 600.000 millones desde 2007), es decir, a los ingresos que se generan en un año en el conjunto del Estado. Es aquí donde podemos enlazar con la segunda política, la de los ajustes. En una situación como la descrita, parece sencillo justificarlos, dado que la deuda no puede crecer ilimitadamente: lógicamente, nadie estaría dispuesto a dejar su dinero a un prestatario que muestra sistemáticamente un desajuste entre sus ingresos y sus gastos y cuya deuda no deja de crecer salvo exigiendo primas elevadas; pero a partir de un determinado momento, las sospechas del impago y la posterior quita cortarían la financiación.
Pero es que aún hay más, ¿es que estamos en una situación en la que la demanda de la economía necesita reactivarse? Porque si así fuera, la política tendría todo su sentido, incluso teniendo en cuenta las dificultades de financiación. Lo cierto es que el análisis del PIB desde la perspectiva de la demanda revela dos cuestiones de interés:
- El PIB ha caído desde 2007 y con él todos sus componentes, destacando especialmente la corrección de la inversión, cuyo peso en el PIB ha pasado del 30% al 20% aproximadamente.
- El peso del consumo privado en el PIB ha pasado del 57% al 59% (o al 56%, dependiendo de si se hace el cálculo en términos nominales o reales respectivamente, diferencia que refleja la distinta evolución de los precios al consumo -afectados a su vez por las subidas del IVA-, y del deflactor del PIB). Por su parte, el peso del consumo público ha pasado de un 18% a un 20%, tanto si hacemos los cálculos en términos corrientes o constantes.
La conclusión, por tanto, sería que no es necesario animar el consumo. Ha caído porque los ingresos (PIB) han hecho lo propio, pero su peso en el conjunto del PIB se mantiene. Lo que sí es relevante es la caída de la inversión, y ello nos pone sobre la pista de que quizá ahora el problema sea más de oferta que de demanda. Dicho de otro modo, incentivar la demanda sería absurdo porque nuestra capacidad productiva está mermada por los efectos de una crisis muy larga. Las cifras del Directorio Central de Empresas del INE (Dirce) evidencian la problemática apuntada: desde el año 2008 y para el conjunto del Estado el número de empresas ha disminuido un 8%, con una caída en el sector de la construcción del 32%, el 16% en la industria y el 7% en el comercio. Es por ello que parece sensato poner a la inversión en el centro de atención para conseguir la mejoría de las magnitudes del mercado laboral, a lo cual puede ayudar el necesario ajuste en el sector público. Éste debe centrarse en eliminar el gasto improductivo y no los elementos asociados al Estado del Bienestar, así como jugar con la estructura impositiva de forma que el ahorro de la economía, tanto público como privado, se incremente, favoreciendo así el proceso inversor. Y, por supuesto, el ajuste debería ser gradual y gozar de la credibilidad necesaria para disponer del necesario apoyo de las autoridades europeas.