de la misma forma que los defensores de la identidad española se quejan del reduccionismo al que son sometidos cuando se les identifica con un centralismo con fuertes tintes autoritarios; desde los aledaños del poder se ha ido creando la conciencia interesada de que nacionalismo es sinónimo de cortedad de miras, localismo, mezclado todo ello con un tufo etnicista, haciendo hincapié asimismo en su carácter racista y discriminador, para así poder seguir legitimando situaciones de control y déficit democrático. Ha sido así hasta tal punto que el debate sobre el derecho a decidir ha sido en gran medida deudor de esta dicotomía, en la que la ciudadanía española, expresión de una concepción racional y discursiva del hecho político y sinónimo de apertura, universalidad, igualdad y demás; se enfrentaba a un ideario nacionalista regido por el sentimiento, trufado de discurso identitario, como expresión de una especie de cerrazón mental, localismo y cortedad de miras. Todo ello para desembocar en un pensamiento fuertemente insolidario por no tener en cuenta la diversa situación de los diferentes pueblos de España. Tal y como una insigne diputada decía una y otra vez en el hemiciclo (cito de memoria): "Aquí no hemos venido a hablar de identidades, sentimientos y cosas así, sino de derechos?". Algún otro diputado, partidario del derecho a decidir, le tuvo que recordar que lo único que estaban reclamando es la posibilidad de ejercer el derecho a poder votar.

Nada nuevo bajo el sol. Estos arquetipos han sido hábilmente instrumentalizados hasta tal punto que cualquier reivindicación de corte nacionalista ha sido históricamente considerada como algo bien perteneciente al sustrato de lo emocional, de lo prepolítico, claramente alejado del discurso de la razón; o, en su defecto, de esa concepción de la realidad cerrada, producto de localismos anacrónicos que poco o nada tienen que decir en un mundo supuestamente global donde las identificaciones identitarias están fuera de lugar.

Lo curioso del caso es que mientras en Euskadi, a pesar de nuestra atribuida cerrazón, más propia de la aldea gala de Asterix que del siglo XXI, llevamos muchos años estableciendo distancia crítica e irónica respecto a nuestra propia cultura a través de programas cuyo contenido han servido para desdramatizar, ironizar y sobre todo, poner de manifiesto la capacidad para distanciarnos y relativizar nuestros propios tótems, nuestros propios tabúes culturales, utilizando el humor y la ironía como instrumentos (léase el propio Vaya semanita); esto no ha sido posible en el caso español. Cuando se ha hecho ha creado fuertes resistencias. ¿O no es paradójico que cuando los autores del programa mencionado intentaron adaptar el mismo al mercado español terminó en un rotundo fracaso?

Siempre que existe un problema político en relación a cómo articular los problemas de convivencia entre las distintas nacionalidades y regiones de España, tengo la misma sensación: en vez de tratar de desbloquear de forma civilizada los problemas de convivencia, se azuzan de forma interesada todos los fantasmas y sinrazones para seguir justificando una serie de anacronismos con el fin último de mantener el statu quo actual y evitar la discusión sobre cómo organizar políticamente nuestra convivencia. La estrategia es bien sencilla, dar pábulo a continuos exabruptos, así se habla de "amenazas", de "desafíos" nacionalistas y demás zarandajas; con el objetivo de crear un clima hostil que impida la discusión civilizada sobre la cuestión fundamental que nos ocupa durante generaciones en relación a cómo organizar políticamente esta realidad plural y diversa que es España. Todo lo contrario, es mucho más sencillo y rentable políticamente instigar campañas para el boicot de productos y de empresas que provengan bien de Euskadi o de Catalunya.

Dicho de otra forma y siguiendo con la metáfora de la película Ocho apellidos vascos, hace tiempo que los que nos denominamos nacionalistas hemos resuelto el problema de la identidad plural. Nadie en su sano juicio, ni yo ni la mayoría de los vascos, podemos alegar una especie de pureza racial que justifique nuestra opción política. Nadie duda de que el mundo moderno se sustenta en un mestizaje que, querido o no, es inevitable. Sin embargo, los dos grandes partidos siguen en su lógica conmigo o contra mí. Huyen, culturalmente hablando, de la identificación local y pregonan una ciudadanía universal etérea, sin raíces; alimentan la metáfora del inmigrante que es expulsado de su propia tierra por la población autóctona que les exige un pedigrí de pureza.

Creado este estereotipo interesado, después les produce mucha desazón constatar la realidad, ya que no saben cómo encajar la reivindicación de una demanda como el derecho a decidir; mucho menos, como en este caso, cuando está alentada por una gran parte de la población inmigrante de segunda y de tercera generación, que no tienen problemas identitarios, tal y como ellos los definen. Consecuentemente, no entienden nada. Es una pura contradicción. ¿Cómo es posible esto?, se preguntan. Durante muchos años han alimentado el mito de la pureza racial y del menosprecio hacia la población n foránea y ahora se encuentran con esto. La única explicación que se les ocurre a los poderes fácticos es que han sido abducidos por los nacionalistas a través de las ikastolas o de las escuelas catalanas. Patético. Como si la compleja realidad pudiera modificarse al antojo por los nacionalistas; máxime, estando están en franca minoría frente a los grandes partidos que controlan la práctica totalidad de los medios de comunicación. Constato que seguimos interesadamente en el mismo punto, con las mismas explicaciones que cuando el franquismo sacaba a "pasear" a los judíos, francmasones y demás para justificar su propio desaguisado.

Pero, desde mi punto de vista, el tema de fondo de todo el guirigay de este debate político es conocer por qué a los partidos estatales les produce tal desazón, por qué tienen tales resistencias. No voy a negar la reciente historia española y los intereses creados al albur de ella. Pero el meollo de la cuestión es detectar las implicaciones socioeconómicas vinculadas a este intento de modificación del marco constitucional. Digo esto porque, más allá del debate del encaje jurídico del derecho a decidir en el texto constitucional, de la sentencia del propio tribunal, para nada desdeñables; se corre el riesgo de considerar que el nudo gordiano del conflicto se circunscribe a un problema estrictamente jurídico, y que cualquier solución que se adopte se mueve en el terreno del formalismo jurídico y como tal es un problema de especialistas del derecho, siendo inocua desde el punto de vista económico y social. Y nada más lejos de la realidad.

Si algo muestra la evolución del capitalismo actual, a pesar de la crisis, al menos en Europa; es que la concentración y centralización de los sistemas de gestión, apoyados por grandes aparatos burocrático-administrativos, han ido profundizando la brecha centro-periferia por una parte y la uniformización y control de los centros económicos por la otra. Los defensores de estos modelos uniformizadores dicen para defenderse: ¿Cómo es posible seguir tratando de establecer fronteras si estamos asistiendo a una innegable cesión de soberanía? Es cierto, pero lo que no dicen es que en la propia configuración de las estructuras de gobierno todas las instancias no tienen la misma capacidad de decisión, ni que los instrumentos que justifican determinadas políticas económicas a nivel de los Estados no sirven cuando se descienden a otros niveles inferiores. ¿O es que las ayudas a la industria naval tienen idéntica consideración cuando las practican los estados que cuando lo hacen determinadas regiones o comunidades como la nuestra? La concentración y centralización de los centros decisionales no ha sido inocua. Creo que Euskadi o Catalunya en este caso, son un buen botón de muestra. No hay más que hacer un breve repaso a la reciente historia económica vasca. ¿No nos acordamos de las decisiones tomadas en los últimos 20-30 años, que obligaron a centralizar los mercados financieros, de divisas y demás y que provocaron la migración de las instituciones financieras del País Vasco? Por no hablar de las grandes operaciones urdidas desde el poder político para facilitar opas hostiles con el beneplácito del poder político. Lo mismo en el caso catalán. ¿No quieren acordarse de las resistencias del poder político-económico en el año 2005 al traslado del centro de decisión de Endesa, producto de la opa de Gas Natural, hasta el punto de preferir la venta a una multinacional extranjera a que la sede social se trasladara a Barcelona?

Algunos estamos convencidos de que el ejercicio del derecho a decidir y la reivindicación de las naciones como Euskadi o Catalunya no es sino el ejercicio de la responsabilidad ciudadana de sujetos políticos colectivos que se resisten a quedar engullidos en grandes conglomerados y que aspiran al control de aquellas cuestiones que les afectan en términos de organización de la convivencia y del ejercicio de los valores democráticos. Dicho de otra forma, la superioridad y adhesión a este tipo de iniciativas deriva de la profunda creencia instalada en la población de que la mejor forma de desarrollo es aquella que deriva de la propia responsabilidad y capacidad de gestión de los distintos pueblos. Aquí radica la superioridad moral y efectiva en la que se fundamenta la defensa del derecho a decidir. Se trata, en definitiva, de poner en valor instancias intermedias que combinan la proximidad a la realidad con la pertenencia a mundos globalizados; y que, como la historia española reciente muestra, han demostrado niveles operativos mucho más eficaces, hasta el punto de que allí donde la descentralización no ha funcionado o lo ha hecho de forma ineficiente, los desequilibrios económicos y sociales son infinitamente superiores.

El derecho a decidir no es un arma arrojadiza para enfrentar identidades sino que convive perfectamente con la pluralidad y la diversidad. Es por ello que el discurso sobre la identidad adquiere un carácter profundamente político y racional, porque descansa sobre la adhesión a un proyecto político, cívico e integrador que merece la pena ser defendido al constituir un instrumento de emancipación individual y colectivo basado en el ejercicio de los derechos y responsabilidades democráticas. De vez en cuando es bueno ir al cine.