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Colarse

aYER me colé. Me salté una cola de personas que esperaban el autobús con absoluta naturalidad. Vi la fila de viajeros y un vehículo con la puerta cerrada que parecía que iba a salir. Me acerqué a la puerta, se abrió y subí. Iba hablando por el móvil de un asunto importante y di por hecho que la fila era para otro autobús. Tan campante, fui a colocar la tarjeta en la máquina y, de repente, recibí la mayor bronca que me ha caído nunca de alguien ajeno a mi familia. La alterada mujer me puso verde y tenía razón en que me había colado, pero había sido de modo involuntario, aunque quizás no lo creyó. El autobús era doble y estaba vacío, todos teníamos sitio para sentarnos, pero el rapapolvos fue de campeonato. Balbucí unas excusas seguramente incomprensibles. Después, más calmada, pensé que cuando alguien se cuela fastidia bastante. Por ejemplo, en los carriles para los peajes o cuando hay un atasco. Pero saltarse la fila no está muy de moda, felizmente. La gente se ha vuelto razonablemente cívica, salvo excepciones, y los números que dan la vez en carnicerías y pescaderías ayudan. No hace tanto tiempo que cuando un varón asomaba por la tienda de comestibles, el tendero dejaba a las amas de casa de lado y atendía al caballero. Se suponía que estaba ocupado y ellas no. En una ocasión, de viaje en Granada, acabé en un ambulatorio por algo que me entró en el ojo. En cuanto el médico abrió la puerta, la sala de espera entera se abalanzó hacia él intentado meter un pie en la consulta. Por allí no había pasado la que me tocó en el bus.