Parafraseo la expresión "el mal francés" con que se ha aludido a la sífilis, si bien es dicción xenófoba que en cada zona en que se ha padecido se ha llamado el mal de los invasores, así en el Caribe el mal español y mil versiones. Hay constancia en la sepultura de Pompeya por el Vesubio del padecimiento confundido con la lepra, y análisis precisos de sus estadíos de la enfermedad por Hipócrates. Pero el mal alemán al que aludo no es, al menos predominantemente, una enfermedad venérea. Es la de un país que terminó enfadado con la I Guerra Mundial -cuando la máquina-herramienta inspirada en Bélgica se dimensionaba aquí- sin un soldado aliado en su territorio y con soldados propios en territorio aliado. Es la de un cuerpo electoral que en marzo de 1933 eligió por el 46% de los sufragios a Adolf Hitler, que había sido expulsado del ejército por enfermedad mental, por lo que ingresó en el partido que contaba con el 2,5% de intención de voto, como canciller al frente del partido nazi. Es un país que se dijo después oprimido hasta que se le regaló la reunificación, con autopistas de cuatro carriles. Sobre la salud de su sistema financiero hay mucho que hablar. O lo que es peor puede llegar a haber mucho que hablar. Sobre los dirigentes de sus grandes empresas hay demasiado que hablar por la íntima indistinción de hace 100, 150 o dos años. Es una pena que con todo lo que Europa les ha regalado en la posguerra para evitar que se volvieran a descarriar y en el periodo de reunificación tengan más la vista en Rusia y en delirios de gran potencia que en un gran continente europeo solidario y cumplidor paritario no ventajista. Cuando, periódicamente se dejan llevar por esa cierta tosquedad, les acaba saliendo mal, eso sí, después de llevarse por delante mucha desolación, por decirlo suavemente. Digo con Helmut Kohl a los pies del muro un claro sí, ilusionado, a una Alemania europea y no, creo que razonablemente atemorizado, a una Europa alemana.
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