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Quebec, Escocia, Catalunya y Euskadi van en serio

HACE unos días, el pueblo de Quebec eligió de forma democrática un gobierno patriótico y soberanista. Después de unos años, los ciudadanos han otorgado de nuevo su confianza al nacionalismo quebecois. La mayor parte de análisis han enfatizado que no habrá un referéndum sobre la independencia. Los analistas españoles han mostrado su alborozo. Nadie señala que la mayoría social sigue apostando por fuerzas que nítidamente defienden la identidad de Quebec como nación distinta. Las diferencias no son sólo culturales y lingüísticas, también apuestan por otro modelo social y por fórmulas democráticas más cercanas a la ciudadanía.

En Escocia, cuando el nacionalista Scotish National Party (SNP) ganó las elecciones, los analistas británicos también se centraron en si habría finalmente un referéndum o no, y en su caso la pregunta o preguntas que podrían ser formuladas. Pocos observaron que una creciente mayoría de escoceses no sólo se identificaba con la identidad escocesa, sino que socialmente se apostaba por otro modelo político y de bienestar. El Partido Conservador históricamente ha tenido un papel muy secundario en la política escocesa. Por su parte, muchos escoceses con ideas progresistas se sentían más cómodos dentro de las estructuras del Partido Laborista, siempre dejando claro que su identidad era básicamente escocesa.

En Catalunya, desde hace mucho tiempo, el Partido Popular ha jugado un papel secundario, cuando no irrelevante. La mayor parte de los votantes no sólo lleva tres décadas apoyando partidos que priman la identidad catalana, sino también con posiciones políticas a favor de un modelo de bienestar avanzado.

En Euskadi, por mucho que algunos se empeñen en considerar al Partido Nacionalista Vasco como un partido de derecha neoliberal, los estudios sociológicos de su electorado y las políticas sociales de sus sucesivos gobiernos muestran un perfil marcadamente socialdemócrata, e incluso con políticas sociales más avanzadas que muchos gobiernos cercanos supuestamente de izquierda. Es el principal partido vasco. Con la excepción del Partido Popular, el resto de fuerzas políticas, al margen de las retóricas electorales, se sitúan en similares posiciones socialdemócratas. Aquí se sitúa el potente centro de gravedad sociopolítico vasco y de aquí ha de partir un acuerdo constitucional nacional vasco. La única aparente excepción notable a esta regla general es el navarrismo españolista, aunque probablemente más en el plano de gobierno que en las convicciones de una parte de su masa social.

Una vez analizados estos cuatro casos, se pueden extraer algunas interesantes conclusiones. Por un lado, estas naciones han mostrado con la misma contundencia su firme deseo de mantener y proteger tanto su identidad nacional como su pluralidad interna. En todos los casos hay un esfuerzo sostenido en el tiempo por preservar sus rasgos culturales propios, casi siempre en contra de políticas de sus propios Estados. A pesar de poseer en varios casos lenguas propias y en grave peligro de desaparición, sus Estados han incumplido sistemáticamente todas las recomendaciones de las instituciones y organizaciones internacionales especializadas, como el Consejo de Europa.

Por otro lado, los movimientos nacionales de estas naciones se han enfrentado a nacionalismos de Estado extremadamente poderosos que a menudo han recurrido a estrategias que incluían el uso de la violencia simbólica, legal e incluso física. A pesar de ello, en general, estas naciones han desarrollado estrategias políticas de medio plazo, de construcción nacional progresiva, negociada y, casi siempre, pacífica. En los casos en que ha habido manifestaciones violentas, la sociedad civil ha asumido la necesidad de dotarse de planteamientos éticos que han terminado por imponer el fin de la violencia (el último caso, el vasco).

Además, estas cuatro naciones han mostrado a lo largo del tiempo, elección tras elección, su diferencia en el plano de los valores y las posiciones políticas respecto a las posiciones mayoritarias de sus Estados. A grandes rasgos, y asumiendo el riesgo de toda simplificación, estas naciones no sólo dicen que son distintas porque poseen lenguas y culturas diferenciales, no sólo insisten en que se sienten diferentes, sino que también muestran cada vez que pueden que, en un plano igualmente profundo, ligado a valores y preferencias políticas, apuestan por modelos políticos también distintos. Así, en general, son sociedades con un buen nivel cultural y educativo; demandan un espacio público abierto y un modelo de democracia más participativa; asumen con mayor naturalidad que sus Estados su propia pluralidad interna; defienden con mayor convicción, en las elecciones y en sus movilizaciones sociales, un modelo avanzado de bienestar; apuestan por una educación pública y de calidad; y han decidido realizar una apuesta estratégica por la investigación e innovación, como base de un modelo económico que les permita insertarse dentro de los mercados mundiales y financiar su modelo de bienestar.

Es interesante observar que los Estados en los que se encuentran estas naciones son considerados grandes según los criterios occidentales, pero no lo son en absoluto atendiendo al tamaño de las principales potencias actuales: EE.UU., China, Japón, India o Brasil. Los líderes de opinión españoles suelen poner especial énfasis en señalar las ventajas de seguir incorporados a un Estado de tamaño medio como el español para defender mejor los intereses vascos. Esto quizás podría ser cierto dentro de un Estado realmente plurinacional, donde las naciones más pequeñas fuesen tratadas con respeto y donde las grandes decisiones estratégicas se tomasen de forma consensuada y coordinada. Sin embargo, este argumento, aparentemente sólido y que durante un tiempo atrajo la atención, no es cierto.

En primer lugar, porque en ningún Estado de tamaño medio se ha producido una estructura realmente plurinacional, respetuosa con su diversidad nacional. Ha habido algunas políticas interesantes y ampliamente publicitadas, como la del famoso multiculturalismo, pero hoy en día los intelectuales serios reconocen que esta experiencia fue más un esfuerzo propagandístico y de construcción nacional suave canadiense, que un genuino experimento de transformar el carácter uninacional y monocultural de Canadá. Hasta los Estados con mayor tradición democrática han fracasado en esta tarea: Canadá, Reino Unido, Francia...

En segundo lugar, las supuestas ventajas de pertenecer a un Estado de dimensión media se difuminan cuando la nación pequeña constituye una sociedad con valores apreciablemente distintos de los de la sociedad mayoritaria, lo que hace muy difícil compartir Constitución, derechos o políticas sociales; por no hablar de los casos en los que, como Catalunya o Euskadi, poseen estructuras productivas netamente distintas de las de la nación dominante. ¿Qué política económica debe seguir en este caso el gobierno central, cuando es imposible optar entre dos o tres políticas incompatibles entre sí?

Las ventajas de pertenecer a una estructura política y económica de mayor dimensión sí son ciertas, pero sólo si ésta es lo suficientemente grande y asegura un mercado que te permita competir con otros de iguales dimensiones. Esta es la razón por la que la Unión Europea tiene sentido y por la que probablemente habrá pronto una federación. La UE, con sus casi 500 millones de habitantes, sí puede proporcionar ese techo que te guarezca en la competencia internacional. España, no. Francia, tampoco. Por todos estos motivos, Quebec, Escocia, Catalunya y Euskadi, entre otras naciones, van en serio. No es un capricho ni una moda pasajera. Hace mucho que sus ciudadanos se sienten un pueblo con derecho a decidir su futuro, con su propia cultura y lengua. Pero ahora, en la actualidad, además, es una cuestión de supervivencia. Las políticas centralistas y el nacionalismo de Estado, tanto como la estructura económica o los diferentes modelos de sociedad han hecho que sea muy complicado que estas naciones sigan dentro de los Estados actuales. No es casualidad que las cuatro exijan, a la vez, su derecho a decidir con planteamientos similares. Y sólo con la fuerza de la palabra y la discusión democrática.