La cultura del desencanto
dECÍA Pascal que el hombre está hecho de contradicciones. Quizá por eso asistimos a hechos tan paradójicos como el desafecto que el común de los mortales profesa por la clase política, al mismo tiempo que consiente que corruptos y quincalleros fueran votados -incluso aclamados como héroes de folletín- en las pasadas elecciones hasta alcanzar mayorías sonrojantes, o que partidos de izquierda entreguen a la derecha gobiernos municipales por manejos inaceptables.
En todo caso, ante lo estupefaciente de este panorama, algunas cosas parecen vislumbrarse con nitidez estereoscópica. Primero, saber que estamos ante una crisis nihilista que, además de económica, adolece de ética, de decencia y credibilidad en la gestión pública. Segundo, que la ciudadanía está cansada de ser engañada y desvalijada por rufianes y mentecatos. Tercero, que el Movimiento 15-M, pese a su pubertad orgánica, ha logrado sensibilizar a buena parte de la aldea global hasta consensuar postulados imaginativos, lejos del trapicheo y de la mentira oficial, y que, tras su paso del Rubicón durante el pasado 19-J, tal vez consigan materializarlo en propuestas legislativas, sensatas y tangibles.
Es cierto que no han dicho nada nuevo y que esas demandas retumbaban ya en la mollera de muchos, pero fueron ellos los que, mediante su gesto pacífico, consiguieron exportarlas al mundo entero. Aunque lo mejor de su energía contestataria puede que sea la magnitud de la protesta, serena y sin una ideología dominante, con adhesiones de todas las edades y capaz de aglutinar una explosión popular con un mensaje único: estamos hartos.
La enseñanza de todo lo anterior debería llevarnos a la necesidad de exigir una regeneración democrática urgente, de reclamar una higiene integral en la cosa pública que en modo alguno puede postergarse, e impulsar una desobediencia civil tranquila y realista, con la que poder plantar cara al despotismo de los mercados, auténticos sicarios de este desatino. Por supuesto, no es un asunto que concierna solo a nuestro país, sino a toda la eurozona, donde la pérdida de confianza en los partidos tradicionales y organismos representativos va padeciendo un declive imparable que puede derivar -en palabras de Primo Levi- en la indolencia de la zona gris, esto es, en la aceptación masiva y pasiva de una democracia neoliberal secuestrada por el poder financiero, asentada en un sistema competitivo cuyo fundamento radica en el resultado de las urnas, y que lleva a un desencanto progresivo simultáneo al deterioro en la hegemonía de las grandes formaciones políticas y al aumento de partidos de menor calado que discurren por senderos identitarios, populistas, incluso xenófobos, pero con la habilidad (léase puro oportunismo coyuntural) de acaparar el voto de castigo de un electorado decepcionado o que, directamente, se abstiene por desprecio a las urnas.
En La sociedad de la decepción (Anagrama, 2008), se pregunta Lipovetsky si la democracia no se habrá convertido en un bien de consumo como cualquier otro. Ante esto, cabe recordar que no hace mucho regía la era del hiperconsumo, del ocio y el bienestar de las masas, de la cultura de las grandes superficies comerciales como modus vivendi, de la creencia en un futuro incesantemente mejor. Poco después nos endosaron la crisis. Estos dos períodos, antitéticos y consecutivos han modificado nuestras vidas más que todas las filosofías del siglo XX juntas. De hecho, hace tiempo que los partidos políticos dejaron de prometer el avance imparable del estado del bienestar. Ahora se conforman con recitar sus homilías programáticas como mal menor. Hoy día percibimos el mundo más frágil que nunca, donde anidan nuevas formas de marginalidad y violencia hasta hace poco inconcebibles, y que el desastre de la globalización nos restriega a diario sobre la fisonomía de nuestras propias ciudades.
En vista de que instituciones como la Iglesia, los partidos o los sindicatos, han perdido buena parte de su poder tradicional en la regulación social, la alternativa mejor posicionada acaso sea la de las masas defraudadas y, consiguientemente, movilizadas por medio de redes virtuales que conectan su subjetividad en propósitos colectivos, hasta convertirlos en corrientes de activismo que, aun a riesgo de tropezar con escollos estructurales o de credibilidad, tales como saber gestionar de modo objetivo sus propuestas o mostrarse ajenos ante manipulaciones externas, dibujan un horizonte diferente más allá del desencanto imperante.
De todas las voces críticas que durante estos días ha venteado la esfera mediática, me quedo con la de Serrat, por su trasparencia y franqueza. El cantautor, que recientemente fue investido Doctor Honoris Causa por la Pompeu Fabra, señaló ante una audiencia escogida e ilustrada, aunque quizá desacostumbrada ante este tipo de discursos: La gente ha perdido la confianza en el sistema, en sus representantes e instituciones. Los jóvenes se sienten estafados y los viejos, traicionados (?) Hemos de volver a creer en nosotros mismos. La gente de a pie tiene que recuperar los valores democráticos y morales (?). Lo que está pasando en las calles y plazas, exigiendo un cambio social, una democracia real, un gobierno participativo, ha sido un soplo de aire fresco y un grito de atención. Es responsabilidad de todos abrir los ojos y despertar ante una sociedad dormida, restaurar la memoria y recuperar nuestro futuro. Para acabar diciendo que le sorprendía el conformismo de muchos, que ven todo esto como si fuera una pesadilla, como meros espectadores y víctimas a la vez, esperando que los mismos que nos han traicionado, que nos han traído hasta aquí, resuelvan los problemas.
La alusión, naturalmente, se dirige al poder financiero y a las multinacionales que controlan la vida de millones de personas y que, desde luego, no están en condiciones de regalarnos la paz y estabilidad que necesitamos, las que, mediante el uso nigromante de los marcados, usurpan el destino de países soberanos pasando por encima de sus gobiernos. Hablamos de crisis económica y financiera como si fueran problemas concretos en tiempo y forma, como obstáculos que saldar en una fecha que se procura sea cercana. Pero con esta fase orgiástica del capitalismo en la que nos hallamos, con la liberalización de una economía global sin control, donde el margen de maniobra de gobiernos y poderes públicos se muestra insuficiente, la crisis ha pasado a ser un modo de vida en sí mismo, desmantelando a su paso el estado del bienestar hasta convertirlo en un cementerio. Y no es para menos. Nos gustarán o nos irritarán, nos parecerán profetas apolillados del delirio bolchevique, o quizá no fueran más que dos burgueses que jamás sufrieron las miserias del proletariado, pero Marx y Engels tenían razón cuando decían que el capitalismo produce sus propios sepultureros.