La cumbre de la extrema derecha en Lisboa, con una Marine Le Pen radiante arropando al que puede ser la nueva estrella del firmamento ultraderechista, el portugués André Ventura y su Chega!, refleja el momento dulce que vive la extrema derecha alrededor del mundo. ¿Estamos ante una nueva ola de la extrema derecha y, sobre todo, podemos esperar un avance mayor todavía?

La historia nos puede dar muchas claves sobre el futuro avance de la extrema derecha. Su principal característica, la negación de la democracia liberal, nace en un contexto histórico determinado. La suma del trauma de la Primera Guerra Mundial, la crisis de las democracias liberales y las economías capitalistas de finales de los 20, junto al imparable avance del movimiento obrero por toda Europa, hicieron posible el nacimiento del fascismo, un movimiento antiliberal, antisemita, anticapitalista en muchas de sus expresiones, enemigo jurado del comunismo y la democracia, fundado en el darwinismo social y el culto al líder, y que entendía el uso de la violencia como principal instrumento político para lograr sus objetivos.

La Alemania nazi y la Italia de Mussolini fueron los regímenes fascistas por excelencia, pero no debemos olvidar los numerosos movimientos fascistas que surgieron por todo el mundo. Desde la Guardia de Hierro rumana a las Flechas Negras en Hungría, sin olvidar a los ustachi croatas en los Balcanes, pasando por Latinoamérica, donde también hubo movimientos fascistas, como el Partido Fascista Brasileño, junto a otros posicionamientos similares en México, Perú o Uruguay. El propio Perón en Argentina adoptó elementos del fascismo latinoamericano.

Países como Francia o Estados Unidos tampoco se libraron de estos movimientos ultras. Pero fue en Italia y Alemania donde la burguesía y las élites económicas apostaron por los fascistas para que los defendiesen de los comunistas y donde estos movimientos políticos hicieron realidad sus ansías de poder, desencadenando a la postre una nueva guerra mundial que llevó a medio planeta al desastre y redujo al continente europeo a cenizas. Tras la victoria de las democracias occidentales y el comunismo soviético en 1945, el fascismo se convirtió en un proscrito social y político, cuyo retorno parecía nadie desear. Sin embargo, de las cenizas de lo que quedaba de Alemania e Italia, surgiría un grupo de nostálgicos que volverían a enarbolar los antiguos ideales del fascio y el nacional-socialismo, el neofascismo representado por grupos como el Partido Socialista del Reich alemán, el Movimiento Social Europeo Nacional neerlandés o el Movimiento Social Italiano. Este último fue el único capaz de lograr resultados electorales visibles en la Europa de la posguerra.

Cas Mudde, gran estudioso de estos movimientos, llama la atención sobre la metamorfosis que han sufrido en su historia. A partir de finales de los 50, de las posiciones primigenias mutaron a una nueva forma política, la del populismo que, centrándose menos en el pasado fascista pero manteniendo a la vez la primacía del líder y una crítica total del parlamentarismo, se ocupaba en la denuncia de las élites vencedoras de la posguerra, pero sin enfrentarse directamente al sistema democrático. Movimientos como el poujadista en Francia, el Partido de los Agricultores neerlandeses, o la caza de brujas del senador Joseph McCarthy en Estados Unidos protagonizarían esta segunda ola de la ultraderecha a lo largo del mundo.

A partir de este punto de cambio, Mudde ve necesaria una nueva forma de clasificar este espectro político. El académico prefiere hablar de un amplio campo de la ultraderecha, calificando a los herederos del neofascismo como extrema derecha y a quienes aceptaron el sistema democrático como derecha radical populista. Estos últimos lograron un gran avance en los 80, creciendo en votos gracias a la crisis del petróleo de la década precedente, las cíclicas crisis económicas y el desempleo masivo de las economías occidentales, propiciando todo ello el desembarco de esta nueva derecha radical populista en los parlamentos. El primero en acceder a un parlamente fue el Bloque Flamenco, después vino el Partido del Centro entrando en el legislativo neerlandés y en 1986 el Frente Nacional irrumpió en la asamblea francesa, sin olvidar los partidos tradicionalmente conservadores como el FPO austriaco o el Partido Popular Suizo, que se reconvirtieron en derecha radical populista. Pocos países escaparon a esta tercera ola ultraderechista, aunque parecía un movimiento que podía ser aislado.

La cuarta ola ultraderechista

Al contrario, en el inicio del siglo XXI irrumpió la cuarta ola ultraderechista que, subiendo en aceptación social, sería ya capaz incluso de ganar elecciones. Mudde tiene claras las causas de este auge renovado de la derecha radical populista en los 2000 en todo el mundo: los atentados del 11-S, la crisis económica de 2008 y la oleada migratoria sobre Europa, principalmente la de 2015. Centrados en la crítica a las elites e instituciones gobernantes, la desigualdad económica, la xenofobia y con un discurso populista antisistema que endosaba todos los males al sistema democrático tradicional, la ultraderecha logró unos resultados electorales que hicieron que fuera aceptada por el sistema, entrando en coaliciones y marcando además el debate político, haciendo que la derecha conservadora y liberal adoptara los postulados populistas de derecha más extremistas.

Esta nueva cuarta ola ha implicado la normalización de los partidos de derecha radical populista, a la vez que su discurso y su relato político, imponiendo su agenda en el debate social y trayendo de nuevo a la arena política opiniones que parecían hace muchos años superados o, como poco, postergados. Victorias electorales y gobiernos como el de Donald Trump, Jair Bolsonaro o Georgia Meloni, son los que han ejemplificado el ascenso de la ultraderecha en todo el mundo, que ya es capaz de pelear por el poder sin complejo alguno y de tú a tú a los partidos tradicionales.

A la vez, los partidos de derecha radical populista han ido absorbiendo a los elementos neofascista o de extrema derecha, añadiendo a su ideario las visiones extremistas de estos. Uno de los pilares de la ultraderecha en sus dos vertientes es la xenofobia, especialmente la islamofobia, junto al ataque a la ideología de género, a los colectivos LGTBIQ+, y una visión revisionista del pasado de los antiguos regímenes dictatoriales y autoritarios. Todo esto se traduce en una guerra cultural, en la que ideas y nociones políticas han vuelto para tomar cuerpo en las calles.

Como explica Jorge del Palacio, politólogo de la Universidad Rey Juan Carlos, “una de las características más innovadoras de estos partidos de derecha radical populista es que hacen suya la estrategia de la llamada “batalla cultural”. Frente a la derecha tradicional, más centrada en hacer valer su capacidad de gestión económica o su pragmatismo, esta nueva versión de la derecha asume la tesis gramsciana, ajena a su tradición cultural, en virtud de la cual la dirección más efectiva de la comunidad política se realiza a través de la organización del consenso por medio del activismo cultural”. Pero el impacto de estos partidos no se limita a lo cultural, alcanza también al sistema estatal. Los partidos de derecha radical populista se mantienen dentro del sistema democrático, pero esto no significa que no influyan negativamente sobre el funcionamiento de la democracia, a la que parasitan. Un ejemplo claro son los regímenes ultraderechistas de la Europa del Este. El Fidesz húngaro y el PIS polaco han apostado por lo que el propio Viktor Orbán llama los regímenes iliberales, eliminando del sistema democrático principios fundamentales como la división de poderes, escorando los gobiernos a un funcionamiento más autoritario. El caso israelí es otro ejemplo, con un Netanyahu apoyado por la extrema derecha, que aboga por eliminar el control judicial sobre el Ejecutivo.

Transformación conservadora

Pero quizás el peligro más claro es el de la radicalización de los partidos tradicionales. Partidos como el Fidesz húngaro o el austriaco FPO pasaron de ser partidos conservadores a transformarse en partidos de derecha radical populista. Quizás el ejemplo más claro es el Partido Republicano de EE UU, en el que Trump abrió la puerta a la llamada derecha alternativa, eufemismo de lo más extremo en la política norteamericana, y que ha colonizado el partido, haciéndose con el control y llevándolo a posiciones cada vez más extremas. La transformación de los partidos liberales y conservadores tradicionales en partidos de ultraderecha va camino de convertirse en una realidad muy cercana. Un peligro que va más allá de la mera imitación o de la asunción de debates que hace años eran imposibles ni siquiera de enunciarlos.

La reciente victoria de Milei en Argentina es un ejemplo del poder de seducción de esta nueva ultraderecha populista, mucho más maleable frente a la sociedad y mucho más eficaz que la derecha tradicional a la hora de polarizar y capitalizar el desencanto de las masas. La victoria de Milei no solo implica una nueva victoria de la derecha radical populista, el nuevo presidente argentino, además, ha acabado con el peronismo, un enemigo que parecía imbatible en un país tan peculiar como Argentina.

La derecha radical populista ha demostrado que puede ser visto como palanca de cambio. Algo que puede repetirse en Portugal y en países como Alemania, donde las previsiones para el AfD empiezan a hacer temblar a los partidos tradicionales. Sin olvidar que estamos a menos de un año de las elecciones norteamericanas, que pueden ser el gran escaparate. Decía Antonio Gramsci que “el viejo mundo se muere, y el nuevo tarda en aparecer, y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Veremos si los nuevos monstruos vuelven también a devorarnos como los antiguos… l