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De la daga y la espada a la austera santidad

Ignacio de Loyola, patrón de Gipuzkoa y Bizkaia, protagonizó una vida poco conocida por la sociedad

donostia

l a iglesia católica universal y los jesuitas, en particular, celebran la fiesta de Ignacio de Loyola el 31 de julio. Conmemoran así el día de la muerte del guipuzcoano en 1551. Declarado santo, fue antes militar y se llegó a convertir en el primer general de la Compañía de Jesús, de la que fue uno de sus cofundadores y que hoy es la mayor congregación católica masculina -con sacerdotes y hermanos- del mundo.

De nombre Iñigo López de Loyola, nació en la Casa Torre de Loyola en 1491, un año antes de que los Reyes Católicos, con la ocupación de Granada, completasen la reconquista de la península ibérica y de que Cristóbal Colón iniciase el entonces denominado descubrimiento -para los europeos- de las Américas. Alrededor de esta casa natal se construyó con el tiempo el hoy conocido Santuario de Loyola, en Azpeitia.

Pobreza, castidad y obediencia fueron los tres primeros votos que tanto Ignacio -que de Iñigo pasó a llamarse Ignacio- como sus compañeros aprobaron para su nueva vida. Quien fuera redactor jefe de Radio Vaticano y que residió durante 30 años en Roma, el Padre Félix Juan Cabasés, contextualiza a este periódico la época en la que el vasco vivió: "Fue un momento en el que en Europa arde el protestantismo y, por ello, prevalece la razón sobre la fe, lo que llevaba a señalar a Ignacio como un iluminado, con una conexión directa de Dios". Fue, por lo tanto, "acusado de iluminado y encarcelado por la propia Inquisición", enfatiza.

Por esta razón, las obras completas del santo cuentan con episodios poco conocidos por la mayoría de la sociedad, que celebra el 31 de julio como patrón de Bizkaia y Gipuzkoa. Capítulos de su vida como el paso por la cárcel de Alcalá de Henares o Salamanca o un proceso anterior abierto contra él y su hermano siguen siendo estudiados en estos tiempos por investigadores de la talla de Francisco de Borja Medina Rojas. Este jesuita es miembro del Instituto Storico della Compagnia di Gesù, de Roma, y con quien este periódico no ha conseguido contactar a pesar de los intentos.

Cabasés hace hincapié en el hecho de que el entonces Iñigo de Loyola se viera involucrado en un proceso de 1515, a los 24 años. La acusación: él y uno de sus hermanos, Pero López de Loyola, habían montado presuntamente una trampa a un vecino de Azpeitia. Según los últimos estudios de Borja Medina, el entonces caballero argumentó que no podía ser justiciado por un tribunal civil, sino por uno eclesiástico porque "era clérigo, aunque no vestía como tal".

Un artículo de Borja Medina (Sevilla, 1925) en la publicación Archivum historicum Societatis Iesu arrojará más luz a este episodio vivido por el hoy santo. El estudio llevará por título Los delictos calificados y muy henormes de Íñigo de Loyola. Notas al llamado Proceso de Azpeitia de 1515. Medina es académico correspondiente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras y de la Academia Ecuatoriana de Historia Eclesiástica. El poder de su familia, de su linaje, en aquellos tiempos, pudo llevar a que saliera libre del enigmático proceso. Años más tarde, sin embargo, sí llegaría a conocer la cárcel, primero en Alcalá de Henares -donde estudiaba- y más adelante en Salamanca.

La Inquisición lo arrestó por hablar a niños y adultos sobre la vida de Dios a modo de ejercicios espirituales. En Alcalá sufrió tres procesos. Fue condenado y terminó en la cárcel por orden del vicario Juan Rodríguez de Figueroa. En Salamanca volvió a ser considerado un intruso en teología porque no tenía estudios oficiales en esta ciencia y, sin embargo, predicaba. "Fue de nuevo procesado", confirma Ramón Irigoyen en una columna de opinión.

la clave Quizás el episodio más conocido sea el que protagonizó con su mula en su camino a Jerusalén y junto a un islamista mientras debatían ambos asuntos religiosos. Al parecer, el que San Ignacio cita en sus escritos como moro decía que la Virgen María no había sido virgen después del nacimiento de Cristo.

Al de Loyola le pareció un grave insulto hasta verse tentado a matarlo, según aseguró. En una bifurcación de caminos, el guipuzcoano decidió que iba a dejar a la providencia la decisión a tomar. El musulmán se fue por un lado. Ignacio dejó caer las riendas de su mula. Si el animal seguía a aquel, Ignacio lo asesinaría. Si tomaba el otro lado, dejaría vivir al moro. La mula no siguió al islamista.

Ignacio llegó al santuario de Montserrat, hizo confesión general, y oró de rodillas ante el altar de la virgen, según las reglas de caballería. Dejó su espada y daga ante ella y entregó sus ropas a un pobre, y se vistió austero, sobre sandalias, y con un bastón.