Cuando era chaval me decían, como supongo que a todo el mundo, que había que aprender a aburrirse. Lo que pasa es que lo hago en demasía. Tengo miles de cómics, varios cientos de libros y películas, un centenar de discos y el acceso a todo a través de un clic y, quizá por ello, todo me abruma y me paraliza. Me canso hasta de mí mismo. Lo hago cuando me miro al espejo. Me aburro al escribir estas líneas y cuando planteo ejercicios de estilo. La actualidad me da pereza. Pero, sobre todo, me agota hablar con la gente con la que no quiero hablar porque... me aburre. Y también, claro, me hastían mis problemas del primer mundo y los de su pariente cercano, el vacío existencial posmoderno.
En una ocasión, en la carrera, en vez de estudiar el periodo romano para la asignatura de Historia de la Comunicación Social, para combatir la pereza, acabé leyendo Quo vadis, de Henryk Sienkiewicz (1896), con la falsa idea de que, al menos, algo sobre Roma estaba aprendiendo. Algo bueno me llevé –la novela es excepcional, como buena es la película homónima de Mervyn LeRoy (1951)–, aunque enseguida me aburrí de lamentarme por no haber estudiado. Alguna de mis psicólogas a eso lo llamó “evitación”. Y en eso estoy, postergando dos semanas algo que merezca la pena ser escrito y que no nos aburra a todos, a ustedes y, sobre todo, a mí.