A veces hay que pensar bien lo que se dice o se escribe. No por autocensura sino por responsabilidad. Las personas que tienen un altavoz, ya sea en medios de comunicación o en redes sociales, influyen en la opinión pública y ayudan a aceptar o normalizar unos relatos concretos. Soltar sin pensar cualquier cosa, teniendo diez seguidores o un millón, tiene unas consecuencias. Evidentemente, si interesas a mucha gente el peligro es mayor. Pero lo que no se puede hacer es tirar la piedra y esconder la mano, como si lo que genera tus palabras no fuera contigo. Hoy en día cada vez menos influencers, de los de toda la vida y de los nuevos en redes que han popularizado el término, quieren asumir que lo que han dicho o hecho tiene unas réplicas en la sociedad. Se escudan en una falsa dicotomía entre libertad de expresión o censura para poder soltar lo que les dé la gana. Si se exige a los medios de comunicación o a los periodistas una gran responsabilidad en todo, no debería ser menos para aquellos que no se atienen a un código deontológico. El problema es que si desde los periódicos o televisiones tampoco se calibran las palabras que pueden incendiar la convivencia, ¿por qué lo iba a hacer el youtuber de turno?