Es Mozorro Eguna en Beasain, y dos niñas pasean con desparpajo entre la marabunta de gente que acude a las ferias. Se paran ante unos desconocidos y empiezan a preguntar, con cierta inocencia, sobre la sangre y los cuchillos de un disfraz más propio de la gau beltza. Pasado el susto inicial, recuperan la compostura y comparten, sin censura, sus opiniones.
Una es navarra, la otra vizcaína, y ahí están plantadas entre los enmascarados como si los rostros que se esconden tras el maquillaje y los antifaces fueran los mismos viejos conocidos que suelen ver en otros pueblos y ciudades. ¿Acaso no lo son? Sonríen con cierta picardía, a pesar de su corta edad. Chapurrean euskera. “Hoy aquí, mañana, quién sabe”, responden sabedoras de que el calendario de fiestas configura sus propias vacaciones.
Son hijas de feriantes. Sus pertenencias y su hogar se esconden en el interior de alguna de las caravanas que configuran ese pequeño pueblo errante que denominamos barracas. Se aburren de conversar con los que esperan en la fila de una de las atracciones y deciden seguir su camino. Se pierden entre el saltamontes y el tiovivo. Como si estuvieran en el parque de al lado de su casa.