Cuando muere un papa se nota el auténtico peso que tiene la Iglesia Católica en el mundo. El tránsito entre la noticia del fallecimiento, su despedida y el cónclave cardenalicio que con la fumata blanca anuncia a su sucesor constituye un tiempo mediático que pocos acontecimientos tienen capacidad de igualar. Esa es la fortaleza del estado más pequeño del planeta, una capacidad de influencia de alcance global. En el caso de Francisco, además, concurren su personalidad, muy cercana a la gente corriente, y su visión del mundo, lo que le ha granjeado grandes apoyos pero también enormes enemigos; los más furibundos están en el seno de su organización. Su sustitución no es asunto del que desentenderse, porque la personalidad pero sobre todo la ideología del que vaya a suceder a San Pedro tendrá autoridad más allá del templo. El papa es una voz universal y son millones los que la escuchan con afán de seguir su eco. En el rincón del mundo que ocupa Euskadi, y en particular Gipuzkoa, la de la Iglesia es una audiencia menguante. Con lo que fue y significó, la religión prácticamente se ha evaporado de nuestros usos y costumbres. Sin entrar en otras consideraciones, la Iglesia Católica difícilmente recuperará terreno con un modelo de organización escasamente democrático y con la mujer ocupando una posición secundaria.