Un viento suave comienza a recorrer Euskal Herria. Como cada final de enero lo hace desde los valles del Bidasoa, a ambos lados de un río que más que dividir, une un país que Baroja soñó limpio, agradable, sin moscas, sin frailes y sin carabineros, a caballo entre Nafarroa, Gipuzkoa y Lapurdi, y con una realidad social y cultural mucho más real que la burocrática, que desune a pueblos diez kilómetros a la redonda que deberían poder estar más unidos. Máscaras, danzas, carrozas y músicas toman las calles de pequeños municipios llueva, haga frío o viento sur. Sunbilla ha cogido el testigo este domingo: un pueblo que supera por poco los 600 habitantes que cada último domingo de enero amanece lleno de templarios, vikingos, una estación de esquí, una granja de gallinas con un peligroso zorro… Vientos de carnaval que llegan a Euskal Herria desde esta pequeña localidad que sirve caldo a primera hora de la mañana antes de echar a sus calles pequeñas comparsas que desparraman cariño e ilusión. Incluso como la simpática pareja del final del desfile que desde una de esas motos con cabina hacen sonar el pito del afilador. Un poco de gusto y otro poco de ingenio basta para acertar con el disfraz. Sin grandes artificios. Porque hasta para ponerse una máscara y conectar con el personal hace falta sencillez. Por eso Trump gana.