Las y los que ya tenemos unos añitos nos acordamos, con una mezcla de ternura y mosqueo revivido, aquellos regalos “prácticos” que nos aparecían, una y otra vez, bajo el árbol el día de Navidad, o lo que era más frecuente en aquella época, en el de Reyes. Después de beberse los chupitos que les dejábamos, y garantizada también la bebida de los camellos, te esperabas algo más de los monarcas orientales (de los más cercanos ni hablamos). Y era entrar en la sala y ver la fatídica forma, inconfundible, ¡otro paraguas!. No sé si la opción B, léase las zapatillas de casa y el camisón, era mejor. Es cierto que a esos regalos necesarios se le sumaban los que nos gustaban (uno o dos), pero el berrinche inicial no te lo quitaba nadie. He podido comprobar que no era la única a la que la pasaba lo mismo, ya que entre las amigas y en familia cuando abrimos un regalo, aunque tenga forma de elefante blanco, decimos siempre lo de “¡que bien, un paraguas!”. Les voy a confesar una cosa, que trauma tengo cero pero, también es verdad, no he regalado un paraguas a mis descendientes en la vida. Ahora que lo pienso, algunos de los regalos que he hecho eran bastante más estúpidos y, ciertamente, menos prácticos. Nada, que a ver si este año cae el parapluie o, en su defecto, calcetines, batas, pijamas o similares. ¡Se acabaron las chorradas!