Hemos elevado el algoritmo a la categoría divina. Ahora que la religión está de capa caída y la mitad de la población vasca no se identifica con ninguna creencia, el algoritmo se nos presenta como un nuevo mesías que trae la solución a todos nuestros males. Todo ha pasado a ser medible, nos hemos convertido en una ecuación matemática en la que se nos vende hasta el algoritmo ideal para encontrar la pareja perfecta, como si la imperfección no fuera uno de nuestros principales atributos, y el contacto directo con las personas una de nuestras mayores necesidades. Con tanto reclamo no es de extrañar que nos pasemos la vida pegados a la pantalla. Es la era de TikTok sentando cátedra entre la adolescencia. Miles de estímulos diarios y mucho ruido de fondo van moldeando mentes adictas a las que se inocula el dulce veneno de expectativas de vida elevadas que poco tienen que ver con tener los pies en el suelo. Chavales que aspiran a conquistar la luna sin mayor esfuerzo, como si la vida fuera un vídeo más de TikTok. El problema del algoritmo, como bien sabe Elon Musk, es que se puede manipular a gusto del amo del invento. Leemos que las posiciones ultras han comenzado a abrirse paso entre los jóvenes vascos, a lo que sin duda estará contribuyendo esta educación digital acrítica.