Sin darte cuenta un día te encuentras que necesitas gafas hasta para pensar. Entonces te vienen a la mente anécdotas varias de quienes pasaron antes por ese trance, ese duro momento de reconocer que ya ha llegado la hora de llevar colgando las “antiparras” en el súper para llegar a casa con bonito en aceite y no en escabeche y no acumular tres paquetes de queso con fecha de caducidad de pasado mañana. Es una faena, desde luego. Por ejemplo, como te dejes a tus nuevas e inseparables amigas en casa olvídate de entretenerte leyendo cualquier cosa en la sala de espera de la dentista, a lo sumo lo podrás hacer mirando las fotos. Pues eso, que vuelves casi a la infancia. Y ¡qué decir de elegir un plato en un restaurante! O pides ayuda o toca conformarte con lo que hayan cantado fuera de la carta, con el riesgo que conlleva de que te claven unos cuantos euros por sorpresa. Y ¿qué me dicen del móvil?. El tamaño de las letras son como los de los carteles del Zinemaldi y se pierde en privacidad en el autobús, por eso de que se le facilita la lectura de tus mensajes a quien va a tu lado. Además, lo de ampliar la foto no vale siempre, te lo recuerdan los más jóvenes: “es insta ama, no se puede ampliar”. De poco vale consolarse con ver muy bien de lejos, ya que al no ser un águila esta ventaja no te sirve para cazar.
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