No se piensen que les voy a contar que así, de repente, me ha llegado una herencia de un tío que se fue a hacer las Américas. Tampoco les voy contar, aunque tendría tema para rato, las herencias que me han dejado las y los que me preceden en forma de taritas, que espero no dejar como legado a quienes me sucedan. Voy a hablarles de una herencia que nos ha dejado el covid. ¿Se acuerdan ustedes de cuando íbamos a los bares, estábamos todos juntos y revueltos, y pillar hueco en la barra era casi lo máximo a lo que se podía aspirar? ¡Qué tiempos aquellos! Tras el covid nos ha quedado la manía de ir recorriendo terrazas hasta encontrar una mesa libre, cuando las hay. Esta manía, como virtud tiene que obliga a hacer algo de ejercicio antes de la ingesta de un par de potes y alguna ración de bravas. Como negativo, que en invierno hay cosas más agradables que hacerles competencia a los pingüinos. Cuando no hay sitio, el plan B es encontrar mesa dentro, tarea que sí se dificulta cuando el verano nos dice adiós (el de este año no dirá nada, porque no nos ha visitado). Mala, muy mala, casi para desesperadas, es la opción de beber en la barra. Y pecado, de los gordos, es quedarse con el vaso en la mano en la mitad del bar. Te miran, que se lo juro, como si hubieras perdido tu espacio en el universo. ¡Qué colgada!
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