Una pareja, por norma, se compone de dos imbéciles. Lo gracioso es que ninguno sabe que lo es y tampoco es consciente de que su partenaire lo sea. Pero lo son. O eso piensan, desde luego, los que les quieren, los que no se atreven a decir, en referencia a las medias naranjas, aquello de “amiga o amigo, date cuenta”. Existe un gag que me hace mucha gracia en Persépolis, de Marjane Satrapi, eso sí, mejor desarrollado en la película que en su cómic autobiográfico. En un momento de su vida, Marjane se enamora de Marcus, un príncipe rubio de ojos azules. Los coches vuelan, las estrellas brillan y la marihuana sabe mejor que nunca mientras los enamorados descansan en un prado. Él es a ojos de ella un gran dramaturgo que llegará lejos. Pero nada nunca llega lejos. “Te amo”, le dice Marcus, desnudo, tapándose con una sábana después de que Marjane salga corriendo tras haberle encontrado en la cama con otra. El encantamiento se rompe, el velo cae. Marcus no es ningún príncipe azul. Es un egoísta, cobarde, con granos, los dientes torcidos y un ojo más grande que otro. “¡Idiota!”, se dice Marjane a sí misma. “¡Imbécil!”, le dice a Marcus, cuando este ya se ha salido de su vida. Y es que el amor es así, cuestión de un par de ciegos que no saben que el que se acuesta a su lado es, probablemente, un memo.
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