Tres horas al sol esperando para dos segundos de emoción. Dicen que vieron a Pogacar, pero la realidad es que el pelotón pasó a nuestro lado a una velocidad imposible. Las tres largas horas que habían estado sin moverse, algo excepcional tratándose de niños, culminaron en un suspiro en el que apenas dio tiempo a distinguir a un par de ciclistas. Antes había pasado la mítica caravana, esa que prometía un sinfín de regalos pero que a Euskal Herria llegó mermada por la falta de interés de los patrocinadores a este lado del Bidasoa.

Decenas de coches, furgonetas y camiones pasaron a una velocidad endiablada, sin la lluvia de objetos a los que los aficionados vascos están tan acostumbrados cuando van a los Pirineos. Eso sí, el coche que vende merchandising sí paro, para alegría de niños y resignación de los mayores que tuvieron que claudicar y sacar la cartera ante el fiasco que había sido la caravana previa. Esto fue hace un año. A pesar de todo, la sola presencia de tener a los grandes tan cerca y rozar el gran negocio que es el Tour de Francia despertó la curiosidad de los más pequeños. Un año después, además de Pogacar, Vingegaard, Izagirre y Aranburu, son capaces de reconocer a Philipsen, Pidcock y Lutsenko, entre tantos otros. Así también se hace afición.