Pronto cumpliré 36 años –acepto regalos a mi nombre en Redacción– y empieza a pesar en mí eso de hacerse mayor. Alguno dirá que soy un chaval; algún otro, que siempre he sido un joven viejo o un viejo joven; y más de una se lamentará de que el peterpanismo nunca me haya abandonado. Los años se hacen notar, no tanto cuando tomas conciencia de que ya has vivido más de la mitad de la vida que vivió tu padre, sino cuando dejas de captar a la primera el funcionamiento de nuevas herramientas del ordenador y, sobre todo, en el momento que se establece una barrera lingüística entre una generación más joven y la tuya, una barrera, en apariencia, insalvable pero que no deja de fascinarme. Es un argot que me gusta tanto que “me lo meto por el culo”, que es como le dicen los zoomers que hacen con lo que les chifla –chifla, una palabra que está tan demodé como demodé–. Los más talluditos recordarán que esto ya lo inventó Cela con la palangana y el agua. Los chavales, en cambio, deberán buscarlo en YouTube. La expresión ha vivido su propio desarrollo apegado a la economía del lenguaje hasta quedarse en “por el culo” e, incluso, existe un acrónimo: PEC. Oppenheimer, vencedora en los Oscar, me la meto por el culo; la serie Shogun, por el culo; el relato El banquero anarquista, de Pessoa, PEC. ¿Y esta columna? Recta por el recto.