Este planeta de la tercera década de siglo viaja con más náufragos que navegantes. Bien lo sabe el Mediterráneo, la frontera más peligrosa del mundo, aguas en las que siguen perdiendo la vida miles de seres humanos. El buque de salvamento Aita Mari rescató el viernes pasado a 43 personas que se hallaban a la deriva frente a las costas de Libia. Esta vez los dirigentes europeos no tendrán que declararse consternados por una nueva tragedia, aunque seguirán vertiendo lágrimas de cocodrilo y clamando contra las mafias que trafican con seres humanos. Decía el escritor uruguayo Eduardo Galeano que esta sociedad consumista en la que vivimos –efímera, donde todo se convierte inmediatamente en chatarra– está en guerra contra los pobres que fabrica, a los que trata como si fueran basura tóxica. Ese rechazo a las personas que se encuentran desamparadas es el que la filósofa Adela Cortina bautizó como aporofobia. El siglo pasado, el científico inglés Cyril Burt llegó a proponer su eliminación, “impidiendo la propagación de su especie”. Qué ingenuidad. Mientras unos pocos países dilapidan los recursos de todos, 700 millones de personas viven en situación de pobreza extrema, más de la mitad en África subsahariana, de donde proceden las personas a las que Aita Mari rescata con un tesón encomiable.