Cuando era más joven y creía en el amor, hubo ocasiones en las que me dejé engatusar por ese invento de El Corte Inglés llamado San Valentín y pasé por caja. En vísperas de esta festividad y ahora que sólo digo “Te quiero” al único que realmente importa, a mí mismo –de paso me ahorro el silencio incómodo que florece cuando no existe respuesta al otro lado–, me ha venido a la cabeza el mejor consejo, más bien una advertencia, que me dio una de mis ex: “El jardín hay que regarlo todos los días”. Podía haber añadido: “Y tú no eres buen jardinero”. Si de verdad creen en estas cosas, no sigan mi ejemplo, rieguen la relación cada jornada. Siempre es agradable recibir cariño. Recuerdo una de las últimas veces que me ocurrió. Conocí a alguien en una aplicación de citas y en el segundo encuentro llegamos a cierto grado de intimidad, que en Euskal Herria se traduce como un timorato beso ahí, otro allá y cada uno para su casa. Después, la desaparición gradual a la que se responde con más ausencia. A la semana de mutismo, en domingo, me lancé, valiente: “¿Qué tal, aspaldiko?”. Tras un entusiasta “Muy bien”, me agradeció lo cómoda que se había sentido, cuánto se había divertido y lo feliz que había sido en la escapada romántica de fin de semana de la que acabábamos de volver. Le dije que, gracias, pero que se equivocaba de persona. “Al menos, te he dicho algo bonito”, replicó. Bonito era, desde luego.