La baja política que se practica en las alturas destroza el significado de las palabras con tal de ganar batallas dialécticas. Se ensanchan las palabras hasta unos niveles que, si lo hiciéramos en el día a día de la calle, no nos entenderíamos. Una perversión y una prostitución de ciertos términos que vivimos con la palabra terrorismo. No es reciente: tras los atentados del 11-S, Estados Unidos amplió la palabra: ya se le podía declarar una guerra, concepto a su vez que hasta entonces era algo entre Estados o, al menos, entre bandos. Ni en Afganistán ni en Irak se consolidó un triunfo occidental, pero el terrorismo tenía ya otro significado. Veamos: hay ocasiones que quemar un coche es terrorismo, que conlleva su sanción penal al autor y una forma de afrentar el problema social. Quemar ese coche en una huelga, en cambio, no puede considerarse un intento de imponer un régimen de terror. Hoy se le llamaría terrorismo. Cuando la política renuncia a hacer pedagogía y pervierte el lenguaje con tal de imponer el marco mental que le interesa, los significados de las palabras son subjetivos. No valen para entenderse. El debate público de muchos países occidentales ha desdibujado el concepto: cuando “todo es terrorismo”, al final nada lo es. ¿Qué es terrorismo? ¿Y tú me lo preguntas? Terrorismo... eres tú.
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