Cada año, cada Navidad, me da el siroco y adorno la casa como si no hubiera un mañana. No me pregunten las razones, ya que no soy muy navideña. Al principio era por los txikis, por eso de construirles bonitos recuerdos (en fin, que no sé yo) y ahora que éstos no cuelgan ni una bola, pues creo que lo hago por mí, como una especie de renovación de votos, una especie de liturgia. No sé si lo que busco es parar el reloj o intentar inmortalizar (hasta que me muera) momentos pasados. O sólo porque soy una hortera de bolera o porque he visto el programilla sobre la Navidad de la Preysler y me he dicho a mí misma que los millones no dan la cursilada. Creo que le he ganado. Pero, a lo que voy, cada año cuando monto el arbolito me parece que lo he desmontado la víspera, y me entran sudores fríos. También es recurrente que me dé por pensar que esto de la decoración navideña es como la vida: te pasas años y dedicas esfuerzos para montar cosas que, a veces, se desmontan visto y no visto. No me dirán ustedes que, por ejemplo, no han montado castillos en el aire de los que no les queda ni un ladrillo en la nube. Pero pese al trabajo que da montar para desmontar, una es optimista. El año que viene… compro un árbol más grande. ¡Qué carajo!