Durante mucho tiempo se afirmó que un periodista valía más por lo que callaba que por lo que contaba. El pensamiento, si alguna vez fue real, ha caducado. El difunto Mariano Ferrer ya lo advirtió hace más de una década: “Los periodistas de hoy tienen menos libertad, poco más pueden hacer que poner en orden lo que llega a la mesa”. Aunque es cierto que la salud de la profesión únicamente importa a los que la ejercemos, he aquí otro dato: en los doce años que han pasado desde aquel titular, no ha ido a mejor. Mucho menos cuando las instituciones ni se ruborizan al levantar el auricular para, de forma implícitamente coercitiva, quejarse de aquellas informaciones que no les convencen, creyéndose las dueñas de la imprenta y, por lo tanto, de la libertad de prensa, tal y como señaló en su día Rafael Correa. Me envuelven estos pensamientos desde que el viernes me robaron la cazadora con un único objeto de valor dentro, la grabadora. Al principio me preocupé por el contenido, pero enseguida fui consciente de su irrelevancia: interminables pistas de entrevistas, más aburridas, incluso, que las versiones que acaban publicadas. Más cercano al “Sólo sé que no sé nada” de Sócrates que a cualquier información digna de Villarejo, no me queda otra que ordenar la mesa. Y, para colmo, no me gusta hacerlo.