El martes se cumple un mes del inesperado y brutal ataque de Hamás contra Israel. Desde entonces, las cifras de muertos y heridos crecen a un ritmo imposible de asimilar en toda la dimensión de la tragedia. Es una secuencia incesante de dolor y destrucción que anestesia nuestro umbral de sensibilidad, provocando que casi nada nos sorprenda pese a que cualquiera de los hechos que sufren a diario los habitantes de la Franja, en su particularidad, sea un suceso insoportable. Era fácil imaginar que la respuesta de Tel Aviv a esta agresión iba a ser despiadada, desproporcionada e indiscriminada. Si no fuera tan grave lo que está ocurriendo, la última petición del secretario de Estado de Estados Unidos, Antony Blinken, a Netanyahu para que proteja a los civiles palestinos movería a la carcajada. Pese a la incapacidad de la ONU para imponer el alto el fuego y encarrilar el conflicto hacia la solución de los dos estados como horizonte, merece destacarse la valentía de António Guterres, su presidente, denunciando la constante violación de los derechos humanos, sin dobleces ante los desprecios y amenazas de Israel. A mí me representa, lo que no se puede decir de la Unión Europea. Imposible saber cuánto durará ni cómo evolucionará este nuevo capítulo de la guerra entre Israel y Palestina, pero hay una constante histórica en este conflicto. El color de Israel en el mapa del territorio en disputa crece imparable a medida que disminuye el de Palestina.