Los viajes ayudan a cortar la rutina, a comprender otras realidades y a aprender. También nos transforman en turistas, esos a los que miramos de cierta manera cuando estamos en casa. Sentarse en una terraza a disfrutar del paisaje de otra ciudad ya no es lo que era. Al menos yo no puedo evitar preguntarme si este lugar pintoresco en el que descanso siempre ha sido así y si los menús que pedimos son los que comen los del lugar. Me temo que nunca lo sabremos. Y pienso en los guiris que visitan la capital guipuzcoana, a los que los donostiarras miramos con displicencia cuando se ponen morados de esa tarta de queso que creen “típica” o de pintxos de serie. Se puede viajar con un largo listado de lugares a los que acudir. Pero la sorpresa siempre anima. En mi caso, el calor inesperado nos obligó a buscar unas sandalias cómodas, apropiadas para hacer kilómetros. No fue fácil pero, finalmente, encontramos una tienda en la que la veterana vendedora pudo dar con nuestros deseos. Y, con amabilidad extrema, no solo nos vendió un buen producto sino que nos indicó lugares para visitar, puntos que no habíamos contemplado. Le hicimos caso y acertamos. El comercio cicerone de una vendedora orgullosa de su ciudad, que no sé si sigue existiendo entre nosotros.