Pues ya estamos en septiembre, el mes de los buenos propósitos que tenemos tres meses para abandonar antes de intentarlo otra vez con la resaca del champán. No sé qué ocurre que esto de enmendarnos la vida nos sorprende siempre tras unas vacaciones, será que la doctrina religiosa nos afecta más de lo que creíamos. Persiste la idea de que las vacaciones son un tiempo perdido, que no hacer nada es un pecado que debe ser compensado con una sobreexplotación de trabajo y muchos, muchos proyectos y actividades extra (léase gimnasio, idiomas, bricolaje…) que compensen un mes de asueto (ese que hace no tanto algunos políticos amagaron con quitarnos) que cada vez llega más fraccionado, como las pagas extras prorrateadas que sirven para que creamos que ganamos más de lo que en realidad ganamos. Queda de nuestra infancia la costumbre de renovar el material escolar/laboral, que si un boli nuevo, una mochila, algo de ropa… que nos permita que, al volver al trabajo para hacer lo mismo, tengamos la sensación de que hay algo nuevo, como si compráramos las ganas por otros once meses emulando a cuando nos asomábamos a los libros de texto del nuevo curso que parecían tan molones y a la vez tan difíciles. Afrontamos septiembre como críos a la puerta de un colegio ilusionados por volvernos a encontrar con los compañeros, pero acojonados con lo que viene. Retomamos la vida.