Un sábado por la tarde, transitando sin prisa por las calles peatonales del centro donostiarra, vemos un grupo de gente arremolinada alrededor de alguien que canta, vende algo, recita un poema, no sabemos... Llegamos hasta el lugar y no. Está gritando: “¡No he hecho nada, déjame!”. Lo repite sin cesar, ya con la voz apagada, supongo que de tanto insistir. Encima de la espalda del que no era un cantante, otro hombre aprieta su rodilla y le sujeta el brazo hacia atrás, inmovilizado. Está quieto y espera. El corro de gente murmura, pero nadie le ayuda. Alguien ha llamado a la policía, pero no llega. Un par de minutos y aparece el coche de la Ertzaintza. El de la rodilla saca algo de su bolso en bandolera y lo enseña a los agentes. Es policía. Ahora me explico lo tranquilo que estaba. Se llevan al detenido y nadie dice nada. No sé qué habrá hecho, presuntamente. Seguimos nuestra vuelta por la zona y a los cinco minutos, veo al policía en cuestión empujando un cochecito de niño junto a un amigo con otro carrito. ¿Será normal que estando de fiesta le tenga que dejar el bebé a otro y ponerse a sujetar a un posible malhechor? El pasado año, en la misma zona, un policía local quitó el cuchillo y redujo al atracador de una joyería. También iba con sus hijos. No creo que sea su obligación intervenir en todo momento, pero es de agradecer.