Una de mis hermanas (tengo muchas) se rompió una vértebra al caerse de un caballo y está siguiendo un lento proceso de recuperación en el que la natación le está ayudando. A su hermano –quien suscribe– le metieron el bisturí por la espalda dos veces, a cuenta de unas hernias, y a punto estuvieron de la tercera. Conseguí librarme por los pelos, y desde entonces también me dedico a chapotear. Las piscinas están llenas de supervivientes con heridas de guerra. Conformamos una curiosa fauna. Como si regalaran algo por acercarte un rato, hay días en los que parecemos corcones. Dice mi hermana que, en esos casos, siempre elige la calle en la que haya una mujer, que los tíos somos unos picaos y arreamos como demonios para que no nos dejen atrás. Vamos, que en la piscina también molestamos. Y creo que tiene más razón que un santo, pero cuidadito con ellas también, en especial con las que nadan de espaldas soltando el brazo a un tris del tortazo. Curiosa convivencia la de la pisti. El otro día un chaval (tendría veintipocos) consiguió ponerme de los nervios. Me lo encontraba de todas todas delante de mis narices, haciendo cosas muy extrañas con las piernas. Un largo… dos largos… tres largos. No pude más. “¿Pero qué haces?”, le acabé diciendo. No sé exactamente qué me dijo pero el caso es que desapareció. Y fui feliz de nuevo. Y no vi carabelas portuguesas.