La única decisión estética consciente que tomo es la de mantener mi barba. La dejo bien frondosa porque hace unos pocos años, un entrevistado, al verme imberbe, me preguntó si aún era becario. Bien pensado, quizá no lo hizo por mi apariencia; pudo haber relacionado las chorradas que pueblan mis cuestionarios con inexperiencia. Ante la duda, decidí mantenerla y eso que llevarla también me ha hecho pasar malos tragos, algunos que ya he narrado en este espacio, como aquella vez en la que el sacerdote que ofició el funeral de Xabier Lete me confundió con un mendigo. En defensa de mi barba diré que vestía un jersey que pudo confundirle. A los pocos meses sí que fue mi fondo de armario el que provocó otra equivocación. No recuerdo si Juan Karlos Izagirre había comenzado ya a llevar americana, pero desde luego hacía poco que había sido nombrado alcalde. Yo vestía una muy veraniega camisa verde de cuello mao que me habían traído de Marruecos, sandalias y unos pantalones cortos beiges y esperaba en el hall de alcaldía a entrevistar a una concejala delegada del recién estrenado gobierno de Bildu. Pues bien, un alto funcionario del Ayuntamiento se sentó junto a mí y comenzó a darme palique y a hacerme la pelota hasta que se dio cuenta de que no, que no venía de la mani, sino que era periodista. Rojo como un tomate salió corriendo sin mirar atrás. Aunque han pasado doce años, para el Armani me sigue sin llegar.