Bania Luka, además de la segunda ciudad de Bosnia y Herzegovina, es un bar de Cracovia en el que las borracheras salen baratas y se oye euskera. En diciembre de 2016, los pierogis costaban cuatro euros; los cubatas, tres euros, y los chupitos, uno. Había uno, el Monte –que mezclaba vodka de avellana con leche–, que sonaba peligroso. La caña de cerveza (a 1,25 euros) lo era menos y saciaba la sed mientras el Barcelona y el Madrid empataban en el Camp Nou (1-1). No son más que las cuatro de la tarde y el bar está lleno. Un joven a punto de pedir se da cuenta de que se ha olvidado la cartera en el abrigo y le dice a otro en euskera que se la traiga. Sorpresa cuando quien está detrás les responde en euskera. A más de 1.800 kilómetros, compartir idioma es sentirse en casa, sentirse parte de algo común lejos de una geografía. Seis años después, aquellos arrasatearras habrán terminado su Erasmus y otros habrán llegado para que en Cracovia, donde tres guipuzcoanos se acaban de clasificar con la selección española para los cuartos del Mundial de balonmano, se hable euskera. Aquel lunes volvimos y la camarera accedió a cambiar la Bundesliga 2 por la Real. El equipo es otra forma de sentirse en casa lejos. Los de Eusebio se terminarían clasificando para Europa. Esa noche perdieron 5-1 en A Coruña.
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