Dos semanas han pasado desde la caída, y la rodilla sigue dando guerra. En los últimos meses me he pegado dos trompazos importantes con la bici y, curiosamente, siento más bien gratitud por lo que podía haber sido. Supongo que ocurre algo parecido con la muerte: uno nunca está preparado. Algunas caídas las ves venir y, de alguna manera, las puedes anticipar, pero ni la hueles cuando bajas una cuesta y sale de la nada un chico que se cruza con su bici en tu trayectoria. Un impacto brutal. Un tío que sale volando. Dos ciclistas tendidos sobre la calzada mirando al cielo. Nunca hay nadie en esos momentos. “¡Ay, ay, ay, de dónde has salido tío!”. Pasa un minuto. Pasan dos. Te quieres levantar pero no puedes. Sabes que al día siguiente te dolerá todo el cuerpo, y que estás a las puertas de un lento proceso de recuperación. Es curioso cómo puede tornarse tenebroso un trayecto que has podido cubrir un millón de veces sin el menor contratiempo. En el curro me han dicho que debería llevar casco, y tienen razón, aunque todavía no me he decidido a ello. Las caídas forman parte de la vida, y aunque levantarse cueste lo suyo –cada vez más– no hay más misterio que hacerlo, aprender de la experiencia, y continuar el camino. Espero que tu brazo esté mejor, compañero. Qué suerte hemos tenido.