ues la Navidad, como se la esperaba. No hubo Santo Tomás, que es quien marca el inicio de las fechas especiales y quizás por eso sigo con la sensación de que no hay nada especial que celebrar. La chistorra, buena, aunque casi ardo en el infierno. La lotería, un desastre; ni un euro en la pedrea: que ya me decían que quien juega por necesidad pierde por obligación, y por eso intento jugar lo justo, con el propósito de tener algo en común con lo que hacen los demás, que cantaba Ana Torroja y sirve ahora para vender langostinos. Qué mierda es la vida cuando se empeña. Las cenas y comidas familiares, con demasiados asientos vacíos, de esos que no se llenarán ni cuando acabe la pandemia. Putada. Y he confirmado lo que ya temí en abril, en mayo, en junio… que tengo una dependencia emocional con Iparralde, y que cuando te acostumbras a huir para escapar de tus problemas, y de pronto no puedes porque no es una causa justificada para cruzar la muga escapar de ti mismo y los recuerdos que te apalean, todo se te hace un poco más cuesta arriba. Así que ahora queda la segunda parte del combate. Levántate y vuelve a la lona, que toca recibir una nueva paliza. Alguna inocentada, un atracón de uvas y ya nos creemos que con cambiar de calendario estará todo arreglado. Ingenuos. ¿La Navidad? Bien, gracias.