Caprichosos, dueños del destino de los hombres, a los dioses les gusta jugar a los dados. Así demuestran su ira. Los dioses chasquearon una tempestad para decorar el Giro de épica, padecimiento, lluvia y frío. El agua que da de beber a la tierra es veneno para los ciclistas. Con ella llega la quinina del miedo, tan atávico, tan íntimo, tan paralizante. No hay peor enemigo. El cielo, pintado de nubes al carboncillo, se desplomó sobre la carrera. Chuzos de tensión. La carretera, un espejo resbaladizo. Allí se reflejó el rictus de los rostros, oscuros, tensos, preocupados. Era el paisaje de una batalla por la supervivencia hacia Sestola, un final que imprimía respeto en un día dantesco, que supuraba agua. El primer examen del Giro era un asunto para la balanza de la valentía. La adrenalina del miedo es el peor de los virus. Mikel Landa, valeroso, se vacunó de él cuando nació. El alavés, hijo del Gorbea, no teme el frío. Tampoco a la lluvia, hija menor de la nieve. Señor de las cumbres en la carrera que más ama, Landa dinamitó la primera llegada en alto con la nitroglicerina de la pasión. Su estallido provocó un corrimiento de tierras. Landa eligió atacar. Es su estilo. En realidad, no sabe correr de otra forma. Atracción fatal.

El empuje de Landa en Colle Passerino, donde la victoria recayó en el fugado Joe Dombrowski, abrió las primeras grietas en el baile de máscaras de la general. Con Landa se encolaron Bernal, olvidado el dolor de espalda, Vlasov, Carthy y Ciccone, el porteador de Nibali. El Tiburón no nadó corriente arriba y se dejó más de 30 segundos con Landa. Evenepoel, Bardet y Simon Yates mostraron las costuras y perdieron 11 segundos respecto al grupo del alavés. Soler se emparejó con Nibali en la derrota. Peor le fue a Almeida, que se hundió en el pozo de la impotencia. El portugués que vistió durante dos semanas la maglia rosa el pasado año, se tiñó de negro en Sestola. En días que no tienen luz y se enluta el pelotón, sonó el réquiem por Almeida. Fundido a negro, el color de los chubasqueros. En ese ambiente de desasosiego, de mirarse hacia los adentros, Francis Bacon bien podría haber retratado las caras deformadas por la tiritona. Ojos con bolsas, rostros sin marco, perfiles extraños, hinchados. Globos. Se inflaron los de Landa, Bernal, Ciccone, Vlasov y Carthy. Perdieron aire Evenepoel, Simon Yates, Barde. Soler y Nibali. Se pinchó el de Almeida. El portugués era un fado de melancolía.

Lejos del salón de la nobleza, los aventureros, lobos de mar, se garantizaron el botín del día. De entre los fugados, Juul-Jensen y Taaramäe se destacaron hasta que Joe Dombrowski izó su estandarte tras un final agónico. El norteamericano cantó bajo la lluvia. Un tesoro arrancado al océano del asfalto que golpeó contra las rocas del Giro, que desplegó sus primeras cumbres. Castillo di Carpineti, Montemolino y Colle Passerino aserraron el perfil. Elevaron el mentón del Giro. En ese ecosistema, a la espera de la aduna de Sestola, el Ineos, que viste de frac, dispuso el rosa de Filippo Ganna como luz de guía. El líder, un coloso vestido con el mono de mahón, se encargó de llevar en hombros a Egan Bernal, el líder del equipo. Ganna se comió el viento para proteger a Bernal. Los favoritos se arremolinaron en la lumbre que siempre da el grupo, juntos hasta que la montaña decidiera qué hacer con cada uno de ellos. No hay mejor crupier para desnudar las miserias. Una mesa de autopsias. Las rampas apalearon a los ciclistas, hombreando, bamboleantes, boqueantes, ateridos. Juntos en el calvario. Compartiendo las penurias en una etapa extrema.

BAHRAIN, A POR TODAS

Evenepoel sabe qué es eso. Se estrelló en el Giro de Lombardía y en el Giro, nueve meses después, disfruta incluso en días de perros. Es un lobo. Pertenece a la manada. Perros salvajes dispuestos a morder. La jauría tomó el relevo de Ganna tras estrujar Montemolino. Taaramäe y Juul-Jensen continuaban con su via crucis en busca de la gloria. El movimiento de Deceuninck alertó al Bahrain. Mohoric se presentó en cabeza. Landa quería acelerar el descenso y avivar el fuego. Sentía el calor en las piernas. Electricidad en un terreno que retorció los cuerpos hasta el límite. 3.000 metros de desnivel acumulados en apenas 100 kilómetros. Un infierno de agua hirviendo. Huesos, piel y escombros. A un par de palmos de encarar Colle Passerino, Bahrain y Deceuninck pleiteaban por el joystick de la aproximación. Taaramäe y Juul-Jensen solo querían no quebrarse ante las rampas que les atenazaban las piernas, de madera. Apolilladas. De Marchi y Dombrowski, que les rastrearon durante kilómetros, les capturaron en las tripas de la montaña. El norteamericano se encrespó. Dejó los cadáveres del danés, el estonio y el italiano, nuevo líder del Giro.

Bahrain no tenía óxido. Colmillo afilado. Los sherpas de Landa elevaron el tono. Pello Bilbao, el alfil de Landa, dispuso el ritmo. Bailad malditos. El gernikarra liquidó a Almeida, que estalló por dentro. Derrengado en el pasaje del terror, en la colección de un mural doloroso, conmovedor, con los nevados Apeninos en el fondo. Pello Bilbao pastoreó la subida, con los favoritos firmando un armisticio. El miedo al miedo hasta que Landa se impulsó con los muelles de sus piernas y la voluntad de su corazón. Rebelde, esprintó montaña arriba. Aferrado a su perfil felino, Landa conectó con Ciccone. Vlasov respondió. También Egan Bernal. Landa se volvió a poner de pie. Orgulloso. Bandera pirata. Al asalto. Carthy enlazó con el cuarteto. El Giro se comprimía con Landa, Bernal, Vlasov, Carthy y Ciccone, los más fuertes en el primer asalto de montaña. Landa tomó vuelo. Del hilo del vasco se deshilacharon Yates, Evenepoel, Bardet, y Nibali, penitentes. A Almeida le cortaron las tijeras del alavés. La cometa de Landa vuela alto en el Giro.