Hay faenas del toreo que son como para que las canten los poetas y lo pinten los artistas. No suelen suceder con frecuencia porque son faenas de arte y el arte, como decía Curro Romero, no pasa todos los días. Y sin embargo la trayectoria de Curro Díaz parece contradecir al maestro de Camas. No hace 48 horas indultaba un Victorino en Calasparra y ayer liaba un taco de los grandes con uno de Pedraza en Azpeitia. Lástima del estoque que en su trayectoria hacia la muerte se empeñó en tropezarse con las partes duras del animal. Eso fue lo único duro que hubo en la faena porque todo lo demás fue suavidad, tiempo detenido, templanza, estética de ese tipo de toreo que, paradójicamente, ya no queda pero todos persiguen. Curro Díaz lo tiene en natural, le sale de dentro, es su estilo y su toreo nace así, como por ciencia infusa. Nunca lo dificilísimo pareció tan fácil. Cada uno de los pases que como cuentas de un rosario componen cada una de las series, era en sí un cartel de toros. Desde la apertura a los medios hasta las tandas por la derecha que orquestó en la misma boca de riego de la plaza, en una baldosa, como quien dice. El primero para embarcar, el segundo para gustarse, el tercero ya para el desmayo del cuerpo que a esas alturas ya no es humano, sino divino. El cuerpo abandonado, como si le faltaran los resortes que lo sostienen, la mano derecha que manda como sin mandar, el riñón que se relaja y cae sobre las caderas, con cierta pereza y la playa de desgana que dibuja la muleta en la arena de la plaza. Lo bonito y lo bello; hay una gran diferencia. El toreo de Curro Díaz hoy en día es necesario. Imprescindible en la fiesta.
Valiente e inteligente el mexicano Joselito Adame. Cortó una oreja del que cerraba una variada corrida de Pedraza de Yeltes.