Es imposible sustraerse de la catástrofe que les ha tocado en ‘suerte’ a los vecinos de la periferia sur de la capital valenciana. Han pasado casi cinco días y todavía no es posible hacer un balance concluyente de las consecuencias de lo ocurrido en esas pocas horas en las que el cielo descargó una cantidad brutal de agua que se precipitó de forma torrencial por cauces y barrancos para arrasar con todo lo que se encontró a su paso. A pesar del efecto hipnótico de las imágenes que nos sirven las televisiones, conviene ir masticando algunas cuestiones que nos deja este terrible episodio. Por ejemplo, parece fuera de toda duda la influencia del cambio climático en la virulencia del fenómeno. ¿También vamos a dejar pasar de largo este aviso sin afrontar la responsabilidad de nuestro modo de vida? El fallo en la comunicación del riesgo ha sido manifiesto, negligencia que debería acarrear consecuencias políticas como mínimo, ¿pero estamos seguros de que la población es capaz de traducir los mensajes de emergencia a decisiones solventes sobre su seguridad? En materia de prevención no hay que dar nada por hecho. Y, por último, la gestión de las consecuencias de la catástrofe. En un tiempo en el que la sombra de la sospecha se cierne sobre la clase política este es un suceso que se presta al trazo grueso y a la barra libre, un lodazal en el que los que mejor chapotean ya afilan sus cuchillos. Y por la diligencia que estamos viendo sobre el terreno, hay motivos para encender la alarma roja.
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