Tal día como hoy dos años atrás, el movimiento fundamentalista talibán se hacía con el poder de nuevo en Afganistán, tras más de dos décadas de intervención extranjera que no sirvió para asentar un régimen democrático sostenible en el país. Los integristas, que ya gobernaron entre 1996 y 2001, fueron descabalgados en la guerra civil e intervención internacional posterior. En los dos últimos años, los peores augurios, los mismos que el régimen pretendió ocultar, se han cumplido en materia de igualdad, derechos y situación humanitaria. Afganistán ha pasado tras el retorno de los talibanes del 75% al 86% de tasa de pobreza, la mitad de la población subre desnutrición y no hay actividad económica capaz de desarrollarse debido a la falta de infraesturcturas. El régimen sobrevive a base de exportar materias primas mineras –carbón especialmente– a su vecino Pakistán y ha fiado su futuro en un acuerdo de explotación petrolífera con China, que tiene menos reparos éticos. El país es un régimen de terror que controla a la población con una estrategia de acoso a minorías, violencia, tortura y desapariciones de opositores, periodistas y mujeres que, por el hecho de serlo, aspiren a su independencia y su derecho a formarse. El régimen prohíbe la participación de las mujeres en la vida social, laboral y en la educación más allá de la primaria. Se ha implantado, además, un mecanismo de control social que impide arropar los derechos de estas mujeres en tanto se hace responsable de sus “ilegalidades” al cabeza de familia, lo que convierte a estos en cómplices, voluntarios o no, de su concepto medieval de la vida pública y las costumbres, so pena de sufrir flagelación pública. Sin ayuda internacional por la persecución de las ONGs, la situación de la población es trágica. Dos décadas de presencia internacional han sido borrados sin más rastro que la rendición de principios universales de igualdad y derechos humanos. La comunidad internacional fracasó, incapaz de implantar un modelo eficaz de administración ante la corrupción endémica y la atomización tribal y de mejorar la calidad de vida de la ciudadanía afgana hasta comprometerla mayoritariamente con la democracia. Afganistán es hoy un ejemplo de errores consecutivos: 45 años de guerra –desde la invasión soviética en 1978– han permitido prevalecer a los más fanáticos.