El anuncio de la Superliga es el último paso. El que certificará que el fútbol ha dejado de ser lo que fue. Quizá el paso más traumático, el que provoque el desgarro, pero el último de un cambio muy incierto, abismal, que empezó hace años y que ni los protagonistas saben dónde acabará.

Hace décadas que miles de aficionados corren cada verano para conseguir la nueva camiseta de su equipo, una tradición difícil de imaginar en los 80. A comienzos de los 2000, hubo quien se rio de aquel buen jugador inglés que sobre todo vendía camisetas, desde Madrid hasta Japón. El rumbo del fútbol era claro.

Primero llegaron las formas de vender el fútbol que hoy imitan hasta los clubes de barrio y luego desembarcaron los Glazer a Manchester, los Fenway a Liverpool, los Kroenke a Londres y demás conglomerados. Qué sorpresa pensar que llegaría el día en el que querrían organizar el fútbol europeo al estilo estadounidense.

Las seis multinacionales inglesas no van solas. Como hace 200 años, el imperio británico -hoy Yankee British- tiene en la capital de España un aliado igual de entusiasta y promotor en la planta noble del Santiago Bernabéu. Varias horas después se suma la planta noble del Camp Nou.

Dos clubes que por estatutos pertenecen a sus socios -con esas condiciones draconianas, ¿quién puede presentarse de verdad a unas elecciones?- y endeudados en márgenes peligrosos. Una deuda que suele ser sostenible hasta que un quiebro del destino gira la tuerca que aprieta el cuello. La mano que gira la tuerca son hoy los acreedores y los fondos de inversión.

La tuerca gira hacia la Superliga. Con menos margen de lo que parece, la Superliga puede ser el balón de oxígeno para estos clubes españoles, teniendo en cuenta los millones de entrada que les daría. Una forma más llevadera de vivir con su deuda.

A partir de ahí, los ingresos extra que percibirán al año difieren poco de lo que ganan, al menos si nos fijamos en los de la Liga española: Real Madrid y Barcelona ya ingresan al año entre Champions y los derechos de televisión de competición doméstica los 240 millones por temporada que promete la Superliga. Garantizados temporada tras temporada pase lo que pase: he ahí una de las claves. Una nueva vuelta de tuerca para reducir el impacto del resultado deportivo en el resultado financiero.

Del fútbol al negocio del fútbol

Hace años que al fútbol le surgió un competidor: el negocio del fútbol. Hoy, ese negocio del fútbol ve nacer una versión más desarrollada: la Superliga que exigirá a países y ligas domésticas tomar posición. El debate puede ser tanto económico -de mercado- como jurídico -de derechos, libres asociaciones y participaciones en competiciones-, pero va a ser sobre todo de principios y valores. Sobre el propio fútbol, sobre el deporte, sobre nuestra sociedad e incluso sobre Europa. Con un solo golpe hay abiertos sobre la mesa varios melones.

Alemania, de nuevo Alemania como en muchos debates sociales contemporáneos, ha dicho que ni hablar. El director ejecutivo de la Bundesliga, Christian Seifert, ya criticó la idea de la Superliga: "La brutal verdad es que algunos de estos llamados súperclubs son máquinas de quemar dinero mal administradas que no pudieron en una década de crecimiento increíble acercarse a un modelo de negocio de alguna manera sostenible". Seifert acusó en febrero, cuando la Superliga estaría más que cocinada en la trastienda. La pregunta incómoda flota en el aire: ¿qué han hecho algunos clubes (empresas) durante la última década?

También en Alemania la pela es la pela y quieren ganar toda competición que se juegue -basta mirar, si no, el balonmano-, pero las formas importan. Mucho. Para lograr la licencia de competir en la Bundesliga, el club debe tener su mayoría social repartida entre sus aficionados, la conocida regla 50+1 que busca garantizar que las decisiones estratégicas del club no las toma un inversor externo salvo que lo haya financiado durante más de 20 años, como pasa con el Bayer 04 Leverkusen y el Wolfsburgo. El Bayern de Munich cuenta, según la propia web de la Bundesliga, con 290.000 miembros registrados; el Borussia de Dortmund, con 153.787 y el Schalke 04, con 150.688.

Los que se van y los que se quedan

Con este colchón social detrás, Bayern y Borussia se han negado en redondo a participar en las primeras escaramuzas públicas de una guerra que a saber cómo acabará. Una negativa coherente con su propia historia de colaboración, respeto y lealtad con el resto de las instituciones del fútbol en los momentos clave como el que vivimos. En 2006, el propio Bayern salió al rescate de su rival muniqués, München 1860; y tres años antes, hizo lo propio en auxilio de todo un Borussia de Dortmund en bancarrota. Ambos se enfrentaron en la final de la Champions de 2013.

La decisión de 12 clubes que de salida querían ser 15 para invitar a su mesa a cinco equipos al año ha cambiado por completo el tablero y sus repercusiones se notarán en meses. Quizá entonces el nuevo producto esté preparado para competir por nuestro tiempo de ocio con Amazon, Disney+, HBO y Netflix. Con Facebook, Instagram y YouTube. A ello van.

La clave residirá entonces en saber si el negocio del fútbol que quede tras estos cambios traumáticos y sus protagonistas han asumido la razón de ser de las federaciones, de las asociaciones de clubes y de los propios clubes. Y la relación que deben tener entre ellos.Unos principios que deberían ser similares a los que llevaron hace más de un siglo en tantos pueblos y ciudades a decenas de personas a agruparse por unos colores. A una identidad por encima de una cuenta de resultados que tiene que ser sostenible. A la emoción de caer en una Copa de eliminatorias a partido único. A la de ganar esa Copa en La Cartuja. E incluso a la importancia de ganar y de perder, porque en el deporte se pierde más veces que trofeos se levantan.