aba gusto ver a Simon Yates escalar el último puerto de la etapa, el Alpe di Mera. Su estilo es el de un escalador de los de antes, de los de siempre, se levanta a sobre los pedales y se mantiene pedaleando de pie, con una pedalada que arranca muchos metros al asfalto, profunda, y se sienta cuando baja la pendiente y puede mantener el ritmo sobre el sillín. Viéndole me asaltan los recuerdos de Fuente, de Charly Gaul, incluso de Pantani. Pura eficacia y seguridad en sí mismo. Atacó a más de cinco kilómetros de la meta, y no tuvo ni un solo desmayo, implacable como un martillo pilón, iba arañando segundo tras segundo a los perseguidores.

Bernal se llevará el Giro, es lo más probable por la distancia que lleva a Yates, pero está llegando justo de fuerzas al final de carrera. Para Yates ha resultado determinante el frío, la lluvia, que azotó sin cesar la carrera en las dos primeras semanas. Sus músculos lo acusaron, y perdió un tiempo difícil de recuperar. La adaptación al frío resulta decisiva en esta carrera. Y, aunque el Giro suele ser pródigo en sorpresas y hundimientos en los últimos días, eso le pasó a Almeida el año pasado, a Yates frente Froome en 2018, o a Kruijswijk en 2016 ante Nibali; no parece que pueda ocurrirle eso al colombiano, porque está arropado por un equipo enorme. Estos últimos días de montaña, la ayuda de sus compañeros, principalmente la del vizcaino Castroviejo y la de Daniel Martínez, ha resultado esencial. El Ineos es un caso a estudiar, el año pasado, cuando todos lo daban por amortizado, cuando lo definían como el ciclismo del pasado frente a los nuevos valores emergentes, tras la desaparición de Froome y la lesión de Bernal, supo reinventarse ganando el Giro con Geoghegan Hart, y este año volver a mostrarse como un bloque avasallador, con Thomas venciendo en el Tour de Romandia, y ahora Egan Bernal.

El secreto del Ineos está en la formación, y de él también participa Simon Yates, pues comparte con ellos los orígenes: esa escuela de ciclismo británico que se desarrolló en el velódromo de Mánchester, con trabajo, con paciencia, hasta que dio sus frutos. Wiggins, Froome, Thomas, los hermanos Yates, Simon y Adam, Geoghegan Hart, son consecuencia del aprendizaje que desarrolló el director Dave Brailsford. Todo lo que aplica en el ciclismo de carretera lo experimentó y puso en práctica allí. Y una de las cosas principales es el trabajo colectivo, solidario, que se alcanza dando vueltas y vueltas juntos a un velódromo. Eso hace mucho equipo, más que el entrenamiento clásico del ciclismo de ruta, en el que cada corredor se entrena en su región, con un plan específico, salvo la concentración habitual de principio de temporada. Esos entrenamientos dieron lugar a una revolución, a cambiar los esquemas. Siempre se dijo que en la pista solo se entrenaba para la pista, que no servía para la carretera, y sin embargo, esa escuela de Mánchester demostró lo contrario, formando a grandes escaladores, a corredores aptos para vueltas de tres semanas; escaladores que, como Yates, gracias a la práctica en velódromo, marchan muy bien contra el crono. Otra cosa que he observado en el Ineos es que son los únicos que aún llevan los frenos de herradura y no los de disco. Y dice mucho de su comprensión deportiva y científica del ciclismo. Optan por el mejor material, y no por lo que las casas de bicicletas, muy presentes como patrocinadoras y suministradoras de bicis en el pelotón actual, dictan. Porque estas obligan a los equipos a llevar disco como su escaparate, para vender más bicicletas en las tiendas, su verdadero negocio. Se puede ver que las bicis con frenos de herradura han sido sustituidas en los comercios, y en el pelotón de cicloturistas. Imaginemos las ventas. Pero los de herradura pesan menos, no rozan, y frenan más progresivamente. Quizá en la nueva caída de Evenepoel estuvo presente la frenada en seco del freno de disco, que le lanzó de una extraña manera por encima del guardarrail.

Esta labor de equipo, gestada en el seno de un velódromo, la vivimos aquí, a otra escala, a mediados y finales de los 70, cuando se implantó una nueva estructura formativa en el ciclismo de base, organizada en lo que se llamó escuelas territoriales. Aquí estaban las siguientes: Escuela Bidasoa, Costa, Goierri, Deba y Capital. Yo formaba parte de la Escuela Capital. Entrenábamos a las órdenes de José Luis Arrieta en el velódromo de Anoeta. Éramos un montón de niños, y nunca como entonces, aunque luego al crecer estuve en otros clubes ciclistas, nunca sentí esa sensación de equipo, de formar parte de algo común, superior a lo individual, solidario. Fue una gran escuela, dimos tantas vueltas al velódromo que aún me acuerdo de la medida de su cuerda, que estaba pintada en rojo sobre el cemento: 285,714 m. Fue un movimiento que, en la escala del deporte, lo comparo con lo que viví y experimenté con la implantación de la EGB en la enseñanza, en quinto curso, que también fue una verdadera revolución de valores que transformó a muchos niños, estimulándoles con la idea de pertenencia a algo superior, de vivir la emoción de los valores colectivos. Una hermosa forma de entender y vivir la vida.

A rueda

Éramos un montón de niños y dimos tantas vueltas al velódromo que aún recuerdo la medida exacta de su cuerda, pintada en rojo sobre el cemento