nda enrolado en el mundo de la mountain bike. Dice que le pica el gusanillo, que desea alistarse en la Titan Desert, esa carrera diseñada para sufridores, para amantes de la naturaleza, de la soledad, azotado por el sofocante calor del desierto, escalando los muros de las dunas que aparecen y desaparecen movidas por los soplidos de Eolo. Rutas que no figuran en los mapas, como las carreteras francesas que son objeto de análisis, medición y gotas de sudor, sino que se descubren a cada paso. Es el paso de la historia, visible, invisible, según los ojos que miren.

La historia de Miguel Indurain (16-VII-1964, Atarrabia) sobre la bicicleta no hay viento ni transcurso del tiempo que la borren. Es uno de los grandes, de los más grandes. Es leyenda. Lo es porque sus cinco Tours de Francia se codean con los dioses del ciclismo, pero le distinguió su capacidad para alcanzar lo inédito, lo que el ser humano no había plasmado sobre la carretera, rodada otrora por gigantes como Jacques Anquetil, Eddy Merckx y Bernard Hinault, sus símiles en la epopeya de la ronda gala. Hoy se cumplen 25 años desde que el navarro conquistara su quinta Grande Boucle y lo hiciera de manera consecutiva, cuando ahora vive el descanso del guerrero, ese apartarse de la ruidosa vida de la alta competición para disfrutar del terreno de lo privado, de lo desatendido cuando el rutómetro es el guion de una persona. Aunque con su apellido, Indurain, instalado en los altares, es complicado permanecer al margen.

Todo el que conoce a Miguelón habla de su interés por alejarse del primer plano. La discreción es su santo y seña. Quizás por eso quedó grabado su concepto de la victoria. Para Indurain, ganar no era arrasar como El Caníbal Merckx, sino ganar desde la solidaridad, rodando entre amigos, porque quien tiene un amigo desecha a un enemigo. Cuando aún se cobijaba en el anonimato dentro del pelotón, conquistaba cimas de los mapas del Tour de Francia, en 1989 en Cauteret o en 1990 en Luz Ardiden; más adelante, cuando se convirtió en el rival a batir, eso no sucedía: ganaban otros con los que el navarro, El Extraterrestre, que le decían, no se desvivía por la gloria que amasó. Lo sabe Chiappucci, ganador en 1991 en la fuga de Val Louron, cuando el navarro comenzó a difundir su ética: tú la etapa y yo el liderato. Se vistió de amarillo para colorear una época. "Miguel es un hombre que vive y deja vivir", acuñó su antiguo director en el Banesto, José Miguel Echávarri.

Entre 1991 y 1995, nadie pudo con Indurain por la geografía francesa, pero el navarro, el bonachón que se intuía en su corpulenta presencia, repartió felicidad. Chiappucci, Rominger, Leblanc o Bruyneel, entre otros, conocieron la generosidad que no privó a Indurain de firmar cinco Tours, dos Giros y de ser campeón mundial y olímpico de contrarreloj. En 1995, en los 203 kilómetros que separaban Charleroi de Lieja, Bruyneel formó una asociación para la fuga con Miguel y no dio relevos para adjudicarse la etapa y el maillot amarillo, pero Indurain remató en la crono de 54 kilómetros del día siguiente para fraguar su quinta conquista y entrar en la leyenda.

Los rivales también pudieron observar la calma, la prudencia, el saber estar, porque Miguel no proyectaba gestos acusadores o abusivos. La discreción fue su pedal, como lo sigue siendo ahora, alejado de los focos mediáticos, distante con el pasado, como ajeno a sus conquistas, refugiado como ciudadano Miguel Indurain. "Llevo vida tranquila, hago un poco de todo, cosas de publicidad, participo en eventos populares, siempre algo de bicis", comenta. Nada que le impulse por encima de su entorno, sino envuelto en el pelotón. Sin ansias de fama o reverdecimiento de tiempos pretéritos que le devuelvan a la gloria. "No soy de estar contando las batallitas de siempre", gusta decir, lo cual no quita para disfrutar de lo obtenido. Una época distinta a la actual, donde la medición es la hoja de ruta del trabajo, donde Chris Froome, el corredor que asoma a la mesa de Los Cuatro Grandes, fija su mirada en el potenciómetro en lugar de en la cima que está por escalar. "Es el ciclismo de ahora y hay que adaptarse", dice Miguel, queriendo decir que lo suyo era otra guerra, ni mejor ni peor, simplemente otra, más visceral, más intuitiva, menos mecánica, posiblemente más humana y menos robotizada.

Indurain invierte tiempo como espectador del fútbol, el motociclismo o el atletismo, otras de las pasiones que 25 años después alimentan su tiempo de ocio en el sofá de su hogar, donde respira tranquilo, como es con su sosegado discurso y saber estar, alejado de los focos, de las loas que actualicen sus cosechas. Ya estarán otros para recordar. Él ya hizo su trabajo, mejor que ninguno en el Tour de Francia. Un campeón tranquilo y generoso, ese tipo de persona que "vive y dejar vivir".

Indurain es, además del corredor con más Tours empatado con Merckx, Hinault y Anquetil, el único que logró los cinco seguidos

Su popularidad llegó con los éxitos, pero aderezados por una generosidad impropia de un ganador de semejantes dimesiones